Hay veces en las que el pueblo toma acontecimientos históricos y, mezclando el suceso real con lo ideado en su imaginación, los convierte en leyenda. Tal vez la que vamos a relatar sea una de ellas y esta nueva leyenda riosecana no sea tal, sino un episodio que realmente ocurrió.
De nuevo es un miembro de la familia Enríquez el protagonista; en este caso Juana Enríquez Fernández de Córdoba. La unigénita del II Almirante del linaje, D. Fadrique, y su primera esposa, Mariana Fernández de Córdoba y Ayala, debió de nacer, hacia 1425, en el castillo de Medina de Rioseco. En las ocasiones señaladas, la familia se trasladaba desde allí al cercano monasterio de Valdescopezo, fundado por D. Fadrique, para hacer gala de la piedad religiosa, propia de la época, que habría de salvar sus almas de las penas del infierno. Penas a las que se creían abocados los nobles medievales por sus constantes instigaciones políticas que, en ocasiones, acarreaban los actos más crueles y los peores crímenes con sus rivales o enemigos.
En una de estas visitas, siendo aún Juana una niña que ya despuntaba hermosura, realzada con las galas propias de su noble estirpe, ocurrió el suceso. Se encontraban madre e hija junto al altar mayor de la Iglesia del convento cuando, no se sabe por qué, el aceite de una de las lámparas que alumbraban el presbiterio se derramó sobre la pequeña. No sufrió la niña quemaduras, pero el precioso traje de terciopelo azul, bordado con fondo de plata y guarnecido con franjas de brocado, quedó completamente perdido. La criatura, asustada y disgustada, comenzó a llorar amargamente y su madre, meditando en su corazón que el que su hija hubiera salido ilesa del accidente debía de ser un designio divino, para consolarla dijo a la niña que aquel acontecimiento significaba que Dios la ungía con aceite bendito como señal de algún día que sería coronada reina. Esto se corrió rápidamente por la entonces villa, tomando algunos de sus habitantes las palabras de la esposa de D. Fadrique, cuyas virtudes religiosas eran sobradamente conocidas, como una profecía. Otros, al contrario, achacaron a pura casualidad y suerte que sólo el vestido hubiera sido el damnificado.
Estos últimos hubieron de tragarse sus palabras cuando, al correr el tiempo, llegó a Rioseco la noticia de los esponsales de Juana, ya una bella y virtuosa joven, con el rey Juan I de Navarra, viudo de su primera esposa Doña Blanca. El enlace, realmente, fue un pacto entre D. Fadrique y los infantes de Aragón para lograr su apoyo en la disputa que mantenía con el condestable D. Álvaro de Luna, regente de Juan II de Castilla. El acuerdo recogía que Juana permanecería como rehén junto a su padre como garantía del mismo, por lo que el matrimonio no se hizo efectivo hasta 1447, 4 años más tarde. El monarca navarro, 27 años mayor que su esposa, quedó prendado de la castellana que le daría cuatro hijos: Fernando, Juana, que sería reina de Nápoles, y Marina y Leonor que murieron a temprana edad.
A la muerte de Alfonso V, en 1458, el matrimonio accedió al torno de Aragón y Juana intentó mediar entre su marido y Carlos de Viana, hijo del rey en su anterior matrimonio, que exigía el reino de Navarra desde la muerte de su madre. Logró la concordia, pero Juan II volvió a encarcelar a su hijo. La nobleza catalana acusó a Juana de ello, pensando que el motivo era impedir el compromiso del príncipe con Isabel de Castilla, hermana de Enrique IV gran rival de los Enríquez y obligó a la liberación del príncipe. Incluso al morir este en 1461, víctima de la tuberculosis, se acusó a Juana de su envenenamiento pues el camino quedaba despejado para que su hijo Fernando heredara el trono de Aragón.
A pesar del ambiente totalmente en su contra, viajó a Barcelona para hacerse cargo de la lugartenencia de los condados de Cataluña en nombre de su ya anciano marido. Esto provocó el enfrentamiento entre los sectores populares catalanes, en los que Juana buscaba apoyo, y la oligarquía que controlaba la Generalidad. Ello, unido al conflicto entre payeses y señores, llevó al estallido de la guerra civil y Juana tuvo que huir hacia Gerona, para proteger los intereses de su hijo. Desde allí dirigió personalmente las campañas del Ampurdán, pactando con Luis XI de Francia su intervención para el fin del conflicto. Sus buenas gestiones se vieron recompensadas en 1465 cuando su marido la nombró lugarteniente general de la Corona de Aragón.
El 13 de febrero de 1468 la reina Juana falleció en Tarragona, víctima de un cáncer de mama, siendo enterrada en el Real Monasterio de Santa María de Poblet, cenobio cisterciense donde aún hoy se puede ver su sepulcro [en la imagen].
No pudo ver cumplido en vida el objetivo hacia el que dirigió la política de sus últimos años: el matrimonio, llevado a cabo en 1469, de su hijo Fernando con su prima lejana Isabel -tataranieta de Enrique II de Trastámara, gemelo del bisabuelo de Juana, D. Fadrique-, que se postulaba como futura reina de Castilla y con la que había impedido casarse a su hijastro. Así pues, se puede decir que fue una riosecana la responsable de la unificación de los reinos de la península. Y que aquel lejano suceso de Valdescopezo, recogido en sus crónicas por el historiador barcelonés Antonio de Capmany, no sólo ungió a Juana Enríquez como reina, sino que la convirtió en una de las mujeres más influyentes de su tiempo y en madre de la dinastía que llevó a España a dominar buena parte del mundo durante los siglos posteriores.