Recorríamos los escaparates del Capricho, la Librería de doña Luisa, Forito y García Chico pegando nuestra cara contra el cristal para apreciar mejor el juguete que pediríamos a los Reyes Magos.
Lo señalábamos, creyendo que ese gesto bastaría para obtenerlo y si otro niño mencionaba haberse pedido la misma muñeca o el mismo camión que nosotros, colocábamos las manos pringosas por todo el escaparate, como si tuviéramos pase privado para mirar las jugueterías de nuestra ciudad, tan espectaculares que conseguían poner de rodillas a nuestros padres en la mismísima Calle Mayor.
Al llegar a casa hacíamos avanzar cada día un poco más las figuritas de nuestro nacimiento y repasábamos en voz alta el borrador de una lista de juguetes que pensábamos confiar a Melchor, Gaspar o Baltasar, hasta que conseguíamos reducirlos en una carta con nuestra mejor caligrafía que echaríamos al buzón diciendo a voz en grito a quién iba dirigida o que entregaríamos a los Reyes Magos en persona.
Infinidad de preguntas sobre la llegada de sus Majestades quedaban en el aire el 5 de enero, algunas las contestaban nuestros padres por enésima vez y otras las resolvíamos entre las amigas, desoyendo las que auguraban carbón porque nos habíamos portado mal.
Nervios e incertidumbre, villancicos y juegos de mesa que debían llamarse reunidos por congregar a familiares a los que rara vez veías el resto del año en esa tarde llena de impaciencia cuya pregunta más frecuente venía a ser ¿qué te has pedido para Reyes?
Se adelantaba la cena en lugar de hacerlo el reloj que solía formar parte del lugar más destacado del comedor, encima de la radio probablemente, hasta que llegara la televisión a los hogares riosecanos y nos anunciase ¡vamos a la cama! Algo que esa noche de Reyes hacíamos sin rechistar hasta que, de nuevo, un montón de preguntas surgían por la cabecera de nuestra cama, teniendo que levantarnos a comprobar si nuestros zapatos estaban bien limpios en el balcón y advertir a nuestros padres que le dejasen abierto para que los pajes de sus Majestades pudieran dejar nuestros regalos y los suyos también.
¡Vamos, a la cama! anunciaban en directo nuestros padres en esta ocasión y rápidamente regresábamos a nuestra cama congelada, como nuestra imagen de los Reyes Magos en la cabalgata.
¿Quién no ha estado a punto de sorprender a los Reyes Magos cuando dejaban los regalos?
El desayuno especial con chocolate esperaba en la mesa al despertarnos más temprano que de costumbre el día 6 de enero, porque primero abríamos la boca atónitos al comprobar la cantidad de paquetes que había en el comedor para toda la familia. El asombro y la ilusión acompañaba la visita a los abuelos, en cuyas casas también habían dejado los Reyes un regalo, sin que nos lo hubiésemos pedido, porque lo adivinaban.
De sorpresa en sorpresa íbamos al visitar al resto de nuestros familiares, pues en casa de nuestros tíos también se habían acordado de nosotros.
Y con nuestros juguetes a cuestas pasábamos el resto del día. La puerta del Cine Omy congregaba más indios y vaqueros que la pantalla. Las muñecas ocupaban las butacas y los cacharritos de cocina esperaban ser desembalados para la cena.
En el quiosko de Diógenes nos comprábamos recortables o cromos con la propina incrementada durante las fiestas navideñas que terminaban enseguida, o eso debía parecernos cuando al llegar a casa nos mandaban recoger.