Las crónicas de antaño relatan la afición de los riosecanos por la lidia de toros bravos “para celebrar sus alegrías y las de sus dueños y señores” y los lugares dónde se celebraban los juegos con los astados; los toros (o bueyes) se corrían en el “Corro de los Toros” -al pie del castillo- y posteriormente en el “Patio de la Villa” -Plaza Mayor-. Aquellos eran festejos en los que predominaba la alegría y el carácter profano, pero con una importante trascendencia social, incluidos los estamentos políticos y religiosos, y económica.
A finales del siglo XVIII se comienzan a fijar en toda España los cimientos de la corrida moderna con la profesionalización de los participantes en el espectáculo taurino y con el establecimiento de un espacio propio para el mismo: la plaza de toros.
En Rioseco esta fijación de espacio tardaría aún más de medio siglo. No es hasta 1858 cuando, desde el Ayuntamiento y la Junta de Beneficencia, se decide la construcción de un coso taurino como medio de obtención de recursos económicos; para ello se eligieron los terrenos donde se había asentado el convento de los carmelitas descalzos a los que se añadió un solar propiedad de D. José Garrido. El arquitecto Francisco Javier Berbén redactó el proyecto y dirigió unas obras que, con diversos avatares y paralizaciones, no concluyeron definitivamente hasta 1862 y en las que se emplearon materiales procedentes de otros monumentos como la iglesia de San Miguel de Mediavilla o el castillo.
La primera figura del toreo de mediados del siglo XIX era Francisco Arjona Herrera Cúchares y, como tal, fue contratado en diversas ocasiones durante aquellos años por las entidades anteriormente citadas, que ejercían como empresarios de la plaza riosecana. Entre ellas la fecha elegida para la inauguración del singular coso decagonal el 23 de junio de 1861. Un estreno que, si nos atenemos a la documentación y las fechas, probablemente se llevó a cabo con el edificio aún sin rematar por completo.
En una de las primeras comparecencias en Rioseco del sevillano –aunque nacido accidentalmente en Madrid en 1818- acaeció la anécdota o leyenda que tratamos. No está muy claro si fue ya en el nuevo coso o aún en el que se instalaba en la Plaza Mayor. Cúchares, personaje afable, bondadoso y muy querido en toda España por su gran simpatía y don de gentes, explicaba en el ruedo su teoría sobre la tauromaquia, que no era otra que la de demostrar que frente un toro se puede crear arte. Esto estaba entusiasmando a los riosecanos y de manera especial a uno de ellos, de apellido Sánchez, que presenciaba el festejo desde una barrera con su pequeño hijo en brazos. Al rematar el señor Curro una serie de muletazos, este espectador se incorporó enfervorizado de su localidad para aplaudir, soltando de sus manos a la criatura que cayó a la arena peligrosamente cerca del cornúpeta. Cúchares, apercibido por los gritos del horrorizado público y haciendo gala de gran serenidad, apartó al toro del niño y cogiéndolo se lo devolvió al aturdido padre. Este lance enardeció al respetable riosecano que premió al maestro con grandes ovaciones y vítores.
También tuvo su premio el torpe progenitor, que hubo de ver cómo, a partir de ese día, la afición de los riosecanos a apodar a sus vecinos otorgaba a toda su familia el apelativo que Francisco Arjona tomó de su primitivo oficio en una fábrica de cucharas del sevillano barrio de Santa Cruz. La distorsión lingüística había transformado el original Cucharero en Cúchares, mote que lucieron, durante varias generaciones, los descendientes de aquel descuidado aficionado.
Contaban, además, los viejos riosecanos otra anécdota sobre una actuación posterior de Cúchares en Rioseco. En esta nueva ocasión una espectadora tampoco pudo reprimir su entusiasmo y, al acercarse el torero a la barrera, se colgó de su cuello propinándole un sonoro beso a la par que profería un “ole, salao” que pudo escuchar toda la plaza. El artista, agradecido, correspondió a la efusividad regalando a la joven parte de su faja y la moña (divisa) de uno de los toros. Aquello dio lugar a habladurías y cotilleos varios entre la estirada y probablemente aburrida población de la época, quedando casi con toda la seguridad muy mermada la honorabilidad de aquella fan decimonónica.
Cúchares, tras la prematura muerte de su rival más directo, José Redondo Chiclanero, mantuvo su hegemonía en el toreo durante casi dos décadas, aunque tachado a veces de ventajista. En una de sus campañas por plazas americanas, concretamente en La Habana, contrajo la enfermedad del vómito negro, falleciendo en diciembre de 1868.
Precisamente el día de San Juan de ese mismo año había nacido en Rioseco el único matador de toros que ha visto la luz a la sombra de la torre de Santa María y el primer vallisoletano que alcanzó tal categoría: Leopoldo Camaleño. De muy joven marchó a América y tomó la alternativa en Mixcoac (México) el 20 de mayo de 1894. Ese día toreó con José Centeno y Juan Moreno El Americano y recibió una cornada de menor gravedad. Nunca toreó en España, fue duramente castigado por los toros, y falleció en San Luis de Potosí (México) el 16 de septiembre de 1939.