La Navidad de cuando éramos niños; por Rosa Blanco


Rosa Blanco. Foto: J.A.G.

Por Navidad, el patio de mi casa se convertía en una granja.

-Un pollo, don Francisco, gritaba la señora María, cocinera del internado, desde el descansillo y entorno a la mesa de camilla los hermanos echábamos a suertes quién bajaría a recoger el regalo navideño con que los alumnos del colegio obsequiaban a mi padre.

– ¡Me toca a mí, decíamos al unísono los tres! mientras las patadas por debajo de la mesa hacían tambalear los platos y la paciencia de mi madre que nos mandaba callar con las manos preparadas para el cachete que tendríamos asegurado, equitativamente, como ella decía, a la de tres.

Pero al primer toque de atención desviábamos la vista hacia mi padre y esperábamos la distribución de tareas que cada uno de nosotros tenía que hacer, que seguramente encontraríamos injusta pero que obedecíamos.

Eran tiempos de agradecimientos navideños que se hacían en especie a médicos, abogados, profesores, etc. o en dinero a profesionales como el cartero o el sereno, pues si los primeros te curaban, defendían o educaban, el cartero compartía noticias dichosas y telegramas de defunción y al sereno le bastaba una palmada para acudir a abrir las puertas aquellos días olvidadizos o de visibilidad reducida para que los mayores atinasen a abrir el portal.

En ese intercambio de aguinaldos a los niños nos correspondía tanto entregarlos como recibirlos, a cambio de ir por las casas con la pandereta cantando villancicos.

Nos gustaba el trasiego por el desván buscando espumillón y adornos para el árbol navideño, salir al campo a por piñas para pintarlas de oro o de plata, así como recoger el musgo que colocaríamos en el nacimiento con las figuritas del belén,  más que hacer otros recados, como ir al lechero repitiendo por el camino los cuartillos de leche que te habían mandado comprar o a la tienda de ultramarinos rascando con las monedas el mostrador para que te viera el dependiente o saliera a tu llamada de: ¡a despachar, a despachar!

¡Ya no voy a más recados! decíamos los pequeños de mi generación, especialmente cuando el dinero no nos alcanzaba y teníamos que pedir que nos lo apuntasen, que ya se lo pagaría nuestra madre.

¡Es la última vez que me llevo a mi hermano decían los primogénitos! pero lo normal era que del cuidado de los hermanos pequeños se hicieran cargo los más mayores, a cambio del privilegio de estrenar y no heredar la ropa y el calzado, como pasaba a los pequeños.

Eran días atareados pero jubilosos durante los cuales intentábamos ser un poco más buenos, o parecerlo, por Navidad.

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