Según los antiguos escritos, “a algo más de media legua” al noroeste de la ciudad, en una pradera lindante ya con el término de Villabrágima, es donde tiene Su casa –que, según continuaba de forma apócrifa la cantinela, barría un perrito- la Patrona de los riosecanos. Y que, como no podía ser de otro modo, también tiene su leyenda.
Dicen que un buen día, allá por el siglo XIV ó XV, andaba por aquellos pagos un pastor con su rebaño (otras versiones hablan de un labrador en sus faenas). Allí estaban las ruinas de un viejo castillo o torre defensiva de la línea fronteriza, que había marcado los límites del territorio conquistado a los invasores islámicos por la margen derecha del río Sequillo. Al ser invierno, y con la intención de protegerse de los rigores climatológicos, el buen hombre buscó el abrigo de los semiderruidos muros adentrándose en las ruinas. Ante su sorpresa, entre los escombros, halló una figura femenina de madera con un niño entre sus manos. El pastor -o labriego- creyó que era una muñeca y con gran alegría la introdujo en su morral pensando en regalar aquel juguete a su pequeña hija. Pero la alegría se tornó en desilusión cuando al llegar a casa, sorprendentemente, el zurrón estaba vacío.
Al día siguiente retornó a sus tareas, desandando el camino recorrido la víspera, con la esperanza de recuperar la muñeca que él pensaba había perdido. Llegó hasta los restos del castillo y allí, justo donde la había encontrado por primera vez, apareció la figura. Volvió a guardarla. Y volvió a quedarse de piedra cuando en su casa comprobó que no la tenía.
Durante varios días la imagen viajó de las ruinas al morral y del morral a las ruinas. Hasta que aquel hombre, ante lo misterioso del caso, informó a las autoridades eclesiásticas. Estas determinaron que aquella figura no era una muñeca sino una escultura de la Virgen y entendieron lo acontecido como un milagro que expresaba el deseo de la Madre de Dios de habitar en aquel lugar. Ordenaron erigir una capilla sobre las ruinas del viejo castillo y de ahí surgió el nombre. Virgen del Castillo Viejo, apelativo que las gentes contrajeron quedando la advocación como Castilviejo.
La Virgen -imagen románica con todas las características del siglo XII ó XIII, tallada en madera de peral, con la alegórica manzana en la mano derecha y que tiene, sentado sobre Su regazo, al Divino Niño- permaneció bajo el patronazgo de sus cofrades y del Regimiento de la entonces Villa, que incluso hubieron de recurrir al emperador Carlos V ante la aparición de unas letras apostólicas por las que otros se intentaban hacer con el Patronato y sus derechos.
Posteriormente, ya en el siglo XVI y seguramente con aportaciones del IV Almirante, D. Luis Enríquez, se edificó el actual complejo de la ermita, de estilo clasicista y construido por el arquitecto Juan de Hermosa. El retablo mayor lo trazó Joaquín Benito Churriguera en 1712, ejecutando la obra Carlos Carnicero. Las esculturas son de Antonio Gautúa y las pinturas y dorados de Tomás de Sierra, hijo y Manuel de la Puerta.
Tal vez fue al asentar en ese retablo a su Patrona, cuando los riosecanos del siglo XVIII sucumbieron a moda barroca de vestir las imágenes para darlas mayor realismo. La talla original de Ntra. Sra. de Castilviejo estuvo durante cerca de 300 años oculta bajo suntuosos ropajes y ricas joyas. Hasta que, en abril de 1927, durante una visita pastoral del obispo de Palencia, y en presencia de las autoridades y la Hermandad, se desveló la certeza del antiguo rumor que nadie se atrevía a comprobar. Bajo las vestiduras encontraron la imagen, que tenía tallada una mascarilla sobre la cara primitiva y a la que se habían añadido manos y otros elementos postizos. Incluso el Niño había sido víctima del retoque.
Con joyas o sin joyas, lo cierto es que la veneración a la Virgen de Castilviejo ha sido mucha y constante por los riosecanos, que en todas sus necesidades han demandando Su intercesión con enorme fe y confianza y con igual agradecimiento la han atribuido infinidad de mercedes dispensadas y algunos milagros que relataremos en otra ocasión.
El milagro que, en Su infinita sabiduría, no se ha dignado aún a conceder es el de desvelar el misterio de su desaparición tras el expolio cometido en el lluvioso final de junio de 1974. La ermita fue asaltada y la talla de la Patrona de Rioseco sustraída junto a la peana que la acogía, con placa de plata regalo del Ayuntamiento, la corona de plata que lucía y una imagen de San Isidro Labrador. Ella, seguro, habrá perdonado ya a los sacrílegos ladrones y sus cómplices.
Pero, como bien escribió Alberto Pizarro en uno de sus libros, “nos robaron la imagen, que no la Virgen” y doña Pilar Calvo Lozano, devota con residencia en Benavente, encargó una copia al escultor zamorano Hipólito Pérez Calvo, que la entregó en abril de 1976. Poco después fue entronizada y bendecida por el entonces prelado de la archidiócesis vallisoletana D. José Delicado Baeza. No es la única réplica. Existe, además, otra que realizó en el año 2002 el imaginero sevillano José Mª Leal Bernáldez para el oratorio particular del entonces Arzobispo de Sevilla Fray Carlos Amigo.