La Semana Santa riosecana en palabras, por Miguel García


Miguel García Marbán

El sonido del tapetán irrumpe antes de la procesión del Jueves Santo, un padre coloca el pañuelo de su hijo, una hilera de faroles alumbra al Cristo de la Pasión, el Longinos se eleve a los cielos, Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?, de una temparana misa de un lejano Domingo de Ramos, algunas lágrimas resbalan por la cara de una madre que ve al hijo bajo el paso en el palote que tantos años llevó su padre, pasan los pasos y los llevan los mozos, un mayordomo recibe las sinceras felicitaciones de sus hermanos cofrades, las alubias están quemando, los gremios llegan a la plaza Mayor en medio de un griterío ensordecedor, el golpe de las horquillas contra el suelo, una mujer reza una secreta plegaria ante la Piedad, el Huerto de los Olivos pasa por la que fuera ermita de la Vera Cruz, una cuerda talla los hombros, un hombre desde los soportales se sorprende al ver pasar a el Sepulcro, era la misma procesión de antaño, el pardal rompe el silencio de la noche, el sabor de un bollo de aceite, la Desnudez sube las escaleras de Santiago, unos ojos intentan capturar a la vez, sin éxito, todo lo que sucede en breves momentos, “sí” dice un joven con firmeza, cuando en la junta de la cofradía oye su nombre por primera vez en la formación del paso, unos pocos centímetros separan al brazo del Nicodemo de la piedra, el Nazareno de Santiago baila en la calle Mediana, la vida se detiene por unas horas y deja escapar su aliento diario, la Dolorosa, o la Soledad, son las protagonistas de una emotiva salve, unas manos cuelgan la única hasta una nueva primavera.   

Y no ha pasado más, que diría don Miguel de Unamuno. Pero sí, sí ha pasado. Porque ese “no ha pasado más” es que ha sucedido lo que tenía que pasar, lo que era de esperar, nuestra Semana Santa. Una tradición que no se enseña en el colegio, no se lee en los libros, no se aprende de un día para otro, ni se adquiere en un rápido cursillo. La tradición no se mide con el tiempo y no se ve con los ojos, sólo se siente con el corazón. Hay quien en una sola tarde logra vislumbrar toda su grandeza y hay quien en toda una vida sólo se queda a sus puertas. La tradición, como un invisible río subterráneo, fluye de generación a generación, de padres a hijos, en una secreta y trascendental comunicación.

Escribe el poeta mexicano Octavio Paz que “toda creación trasforma las circunstancias personales o sociales en obras insólitas”. Los riosecanos, a lo largo de los siglos, supimos crear, de nuestras devociones y creencias, una tradición única, singular y autentica, siempre la misma y siempre diferente, que ya es parte de nuestras vidas hasta el punto de no saber si nuestra Semana Santa está hecha de nosotros mismos, de los riosecanos, o si nosotros mismos, los riosecanos, estamos hechos de esa especial Semana Santa.  

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