Recogía Gonzalo Franco en su trilogía de artículos Fuentes riosecanas, publicada tiempo atrás en La Voz, la gran cantidad de caños, abrevaderos y fuentes que pueblan los alrededores de nuestra ciudad. Alguna de ellas, ¡cómo no!, también tienen historias o leyendas asociadas a su nacimiento o al devenir de su existencia.
Vamos a centrarnos en la conocida Fuente de la Samaritana, situada en lo que fuera el convento franciscano del pago de Valdescopezo, según García Chico “a media legua de la villa, a la vera del camino real, en un repliegue que a manera de anfiteatro forman los alcores”. Un abundante manantial que proveyó de agua al cenobio y, desde el siglo XVI, al mismo Rioseco a través de una tan interesante como hoy descuidada conducción de agua mediante arcas, algunas de las cuales aún se conservan.
Cuenta la leyenda que allí no existía más que un triste arroyuelo adonde una pastora de las cercanías, tan pecadora como la mujer bíblica, llevaba sus ganados a abrevar. Un día un anciano eremita, famoso por sus virtudes, la pidió agua con que aplacar su sed.
– ¿No esperáis los cristianos todo de Dios? Pídele el agua a Él. Contestó la mujer riéndose del venerable viejo.
A la mañana siguiente, cuando fue la pastora al arroyo, sus ganados no pudieron beber pues estaba seco. Entonces se le apareció el ermitaño de la víspera, y la dijo:
– Aquí brotará una fuente cuando hayas llorado tanto tus pecados que las lágrimas puedan formar un manantial. Hasta entonces tú y tus ganados padeceréis sed, porque el arroyo continuará seco.
La tradición dice que el vaticinio se cumplió. La mujer hizo penitencia por sus pecados, que obviamente eran carnales, y brotó la fuente, que en memoria de la arrepentida se llamó con el nombre que todavía conserva.
No es esta la única leyenda de la fuente, pues el articulista murciano José Antonio Martínez Parra relataba en la revista La ilustración católica allá por 1883 cómo era costumbre que la noche de San Juan fuesen los mozos riosecanos a bañarse en la Samaritana. Allí al parecer se aparecía todos los años, al dar las doce, una arrepentida desconocida a la que hacían objeto de sus burlas, pues los pecados, como los de la pastora de la leyenda, eran de los relacionados con el sexto mandamiento.
Pero un año la mujer que encontraron llorando era la esposa del regidor de la Ciudad, esto, unido a la repentina desaparición del esposo, constituyó un gran escándalo, quedando estigmatizada durante mucho tiempo la pobre mujer, sobre todo cuando año tras año persistía en acudir a la fuente en la noche de San Juan. Hasta la ocasión en que, por encontrase enferma, envió en su lugar a una hija que, por supuesto, fue también inmediatamente tachada de infame pecadora por los festivos mozos.
Aquella noche hubo otra visita a la fuente: la del regidor D. Diego de Paredes, que volvía a Rioseco después de guerrear durante 12 años (1701-1713) con su Señor, el Almirante D. Juan Tomás, que había tomado las armas a favor de Carlos de Austria y en contra de Felipe V en la guerra de sucesión al morir Carlos II. D. Diego había convenido con su esposa que si algún día regresaba sería el de San Juan y se encontrarían en la fuente del convento; hasta allí le acompañó el día de su partida, y allí, llorando como una Magdalena, la habían sorprendido los ignorantes mozos. Por eso había enviado aquella noche a su hija al no poder acudir ella misma a encontrase con su esposo, cuya vuelta a Rioseco restituyó el honor supuestamente manchado de madre e hija.
¿Sería esta una historia fruto de la imaginación del narrador o realmente se la habría escuchado contar a algún riosecano? Nosotros ni la conocíamos ni hemos sido capaces de encontrar más datos de ella ni del regidor del último Almirante. Como tampoco hay datos fehacientes de que Isabel I de Castilla, la Reina Católica, se refrescara, como cuenta la tradición, con las aguas de la fuente cuando se acogió a la protección de D. Fadrique, allá por 1470, en el castillo de Rioseco, desconociéndose, aunque puede que no sea improbable, si acudió alguna vez al convento franciscano de Nuestra Señora de la Esperanza de Valdescopezo.
Un monasterio que fue fundado en 1429, cuando fray Pedro Santoyo se asentó en una ermita situada en el sureste de Medina de Rioseco. El convento se benefició de la protección de los Almirantes de Castilla que llegaron a convertir la iglesia, cuyas obras se inician en 1477, en panteón familiar. Constaba, además el complejo monástico, del edificio conventual y otras dependencias menores. Sufrió los efectos de la guerra de la Independencia, pero se mantuvo hasta la exclaustración de 1836, cuando quedó abandonado. Hay constancia de que ya en 1848 apenas quedaban restos, pues la piedra de sus edificios se utilizó en la construcción del Canal de Castilla. A la espalda del convento se extendía una gran huerta repleta de árboles frutales en la que se encontraba la fuente (que se ve en el centro de la ilustración de Ventura García Escobar que acompaña estas líneas), cuya galería subterránea estaba realizada en piedra de sillería y disponía de un estanque cuya función era mantener la pesca con que se alimentaban los monjes. Y, retomando a Esteban García Chico como ya escribiera hace casi un siglo “Ahora sólo hay unos muros de la cerca en ruinas vestidos de hiedra, y la fuente La Samaritana, que brotan sus aguas de las entrañas del alcor. En aquel lugar desierto –convertido en tierras paniegas–, el agua da una lección de eternidad; corre y canta entre los zarzales, como corría y cantaba cuando llegó el bienaventurado Fray Pedro de Santoyo a plantar el cenobio”.