Traemos a este primer número de Diario de un cazador la estrella de los campos, codiciada por los cazadores, al menos en esta época de media veda: la codorniz. Es una gallinácea de mediano tamaño que nos visita en el mes de abril y que se marcha en el mes de septiembre u octubre a tierras africanas y asiáticas. Tiene sus patas cortas y adaptadas para andar y correr. Sus alas son potentes y su vuelo suele ser relativamente corto cuando se la acosa. El color de su plumaje la hace perfectamente camuflable en los rastrojos y praderas de verano y resulta prácticamente invisible para la vista y sólo es descubierta por el olfato del perro.
Gusta de vivir en rastrojeras y eriales con alguna zona húmeda. Construye su nido en mitad del rastrojo o en algunos ribazos. Pone de ocho a diez huevos en un hoyo muy sencillo hecho en el suelo. A veces hace el nido en la base de romero o entre la broza.
La podemos considerar como una perdiz en pequeño, pues tiene las mismas costumbres en la alimentación y en el desarrollo. Al igual que las perdices también siguen a la madre en cuanto salen del huevo a todas partes, pero se independizan antes que los perdigones.
Ave migratoria, por desgracia, cada vez hay menos debido a los insecticidas, a la mecanización del campo, a la presión cinegética y a los cambios de cultivo. Las cosechadoras se tragan en sus fardos de paja un gran tanto por ciento de las polladas. Antiguamente la codorniz tenía tiempo suficiente de sacar adelante su nidada porque las labores de recolección se realizaban a mano y los cereales que se sembraban maduraban más tarde. Hoy se cosecha mucho antes. Antaño, si el segador encontraba un nido era capaz de dejar alrededor un poco de mies sin segar para que la codorniz sacase adelante la pollada y no abandonase a sus crías.