En un bonito pueblo de Castilla, vivía una torre que era tan alta y esbelta como fría y sola se sentía, cuando el calor y el gentío desaparecían. Santa María, como la bautizaron un día, veía, todos los días, como el sol salía y se ponía. También veía alejarse a las nubes y las sombras que en el oscuro y seco manto riosecano caían, cuando el sol entre sus algodonadas pieles se escondía.