Desde muy joven, entre cigarro y cigarro, libro y libro, se fue envenenando de nicotina y literatura. La primera aún no le ha pasado factura. La segunda sí: es un letraherido. Tuvo que acabar dando a la imprenta, venciendo su natural discreción y pudor, algunas de las páginas que llevaba dentro: vivencias, quebrantos, memoria, nombres y escenarios. Biografía sentimental.
Ya de estudiante dedicaba casi tanto tiempo a la novela y poesía como a los libros de texto. Entre Ducados y Ducados, iba tomando notas, subrayando libros, confeccionando fichas de los grandes de la literatura. ¿Para qué? ¿Pensaba dedicarse profesionalmente a la enseñanza de la filología o escribir algún manual sobre la materia? No. Entre tanto estudiaba Derecho. Pero la vocación literaria ya estaba ahí. Años después se dedicó a la judicatura, y entre Valladolid, Rioseco, San Vicente de la Barquera, sentencias, campo, jardinería, encuadernación y biblioteca, ha ido trazando un camino biográfico y literario, “el circulo de su sombra” como él se refirió al bisabuelo Benito Valencia Castañeda, titulando así el capítulo que le dedica en El fulgor de la ceniza.
Sus primeras entregas a la imprenta fueron artículos en prensa. Jaleados por gente con buen criterio (F.J. Martín Abril llegó a decir de alguno que era merecedor del premio Mariano de Cavia), le dieron a conocer, confianza y relaciones. Durante años fue miembro del jurado del premio de novela Ateneo de Valladolid. Y llegaron los libros: Ensayo general; Cuando la noche; Semana Santa en Rioseco; El fulgor de la ceniza.
De su poesía ha escrito Luis Ángel Lobato: “La poesía de Fernando Pizarro es intimista y conceptual, donde el esmero de la elección de cada palabra es determinante. En su estética se aúnan la depuración de los términos y las imágenes sorprendentes; la cotidianidad vital y la abstracción más intelectual”.
Sobre El fulgor de la ceniza escribió Diego Fernández Magdaleno en su blog Las palabras del agua, el 30 de diciembre de 2011: “(…) Por eso ha logrado un libro excepcional en el que no sólo está su vida y la de los personajes que menciona: también está la nuestra, agitándose entre las líneas”. Y más adelante: “(…) También por eso es tan emocionante para mí este libro: porque es necesaria una sensibilidad y un talento como los de Fernando Pizarro para hacernos participes a todos de lo que en principio es una experiencia singular: una prosa precisa, cincelada y, simultáneamente, poética y libre, siempre limpia y expresiva, ajena a los tópicos, conmovedora y rigurosa”.
Hay un mérito oculto en Fernando. La lectura, -obligada profesionalmente- de cientos de páginas de infecta prosa jurídica, cuyos autores desprecian/despreciamos, a veces, las invocaciones de Gracián, lo bueno si breve…, y Juan Ramón Jiménez, ¡inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas!; esas lecturas, decía, no han contaminado su prosa. Debe de tener algún secreto antivirus mental. O tal vez sea resultado del dialogo frecuente con los árboles, la buena literatura o, como dijera Paul Valery, que “la sintaxis es una facultad del alma”.
Se ha quitado del tabaco. Dice que también ha colgado definitivamente la pluma. No sé; ya me engañó una vez con esto. Veremos si cuenta algo al respecto en la charla del próximo domingo en el Casino.