El milagrero Cristo de Castilviejo


Basado en los textos de Ángel Gallego

Cristo de Castilviejo
Anónimo
Siglo XVI
Madera policromada
Ermita de Castilviejo

El domingo siguiente al 8 de septiembre, día de la Patrona de Rioseco, la Virgen de Castilviejo, la costumbre manda que se celebre la Fiesta del Cristo con una nueva romería popular.

El Cristo de Castilviejo preside el retablo –datado en el primer cuarto del siglo XVIII- del lado del Evangelio de la ermita. La talla, de principios del siglo XVI, está ubicada sobre un fondo que muestra una pintura del Calvario con los dos ladrones. La hornacina del Crucificado está flanqueada por otras que ocupan unos ángeles que, se cree, son los que en 1715 hizo Antonio Gautúa para el altar mayor. En el ático del retablo está el relieve de la Virgen del Pópulo.

Como la Virgen, también el Cristo tiene su leyenda. En este caso narra la manera en que llegó a Rioseco y por qué se ubicó en Castilviejo. Nos situamos, año arriba año abajo, en el Rioseco de 1550. En lo que hoy es la manzana que ocupa el Ayuntamiento se encontraba el precursor de la actual residencia de ancianos: el hospital de Sancti Spíritu, denominado también de la condesa y señora Santa Ana -por su benefactora Doña Ana de Cabrera, esposa del II Almirante D. Fadrique II Enríquez-, y posteriormente de San Juan de Dios. Estaba entonces bajo el cuidado de la Cofradía de Ntra. Sra. de la Consolación, cuyos miembros eran los llamados Hermanos del Trabajo. Estos solían acudir a los mercados de los pueblos cercanos a Rioseco para proveerse de lo necesario a través de la compraventa o la mendicidad.

Una noche volvía uno de ellos del mercado de Villada. Antes de llegar a Villalón le sorprendió una fuerte tormenta que, unida a la oscuridad nocturna, le obligó a cobijarse en una ermita casi en ruinas, que llamaban de la Virgen del Tejadillo. Refugiado allí, descansando de la fatiga del camino y repuesto del susto del temporal, pudo discernir, entre los restos de lo que había sido un altar de la abandonada ermita, la efigie de un Santo Cristo.

Se condolió el hombre del poco cuidado que se había tenido con aquella Sagrada Imagen y decidió llevárselo para que estuviese en algún sitio más decente. Se echó el crucifijo al hombro y así, cual cofrade penitente, prosiguió su camino. Aunque se asegura que le siguieron, sin darle alcance, los que se tenían por dueños de la ermita llegó felizmente a Rioseco sin contratiempo. Cargado con el Cristo bajó por la calle de la Rúa hasta la puerta de San Francisco, donde escuchó una voz interior que le ordenaba que no parase sino que siguiese hasta la ermita de la Virgen de Castilviejo. Obedeciendo a su inspiración continuó caminando de forma tan rápida que cuando llegó aún no había amanecido, encontrándose con que la ermita estaba todavía cerrada. Se lamentaba el piadoso hombre por no poder cumplir la misión encomendada cuando, de forma milagrosa, las puertas se abrieron de par en par franqueándole la entrada.

Con este raro prodigio pudo colocar en el altar de la Virgen la efigie de su Santísimo Hijo. Dando cuenta, ya en Rioseco, de lo sucedido comenzó el Cristo a despertar la devoción de los fieles y los hermanos del trabajo, en atención a haber sido uno de ellos el que había encontrado la milagrosa imagen, erigieron una cofradía para cuidar de su culto.

Esto es lo que asegura la tradición. No obstante, D. Benito Valencia Castañeda, en sus Crónicas de antaño, cuenta que el Crucificado se puso primero bajo un soportal y después en la iglesia del Hospital. La II duquesa de Medina de Rioseco mostraba tal devoción por el Cristo que ordenó a unos esbirros apoderarse de él con el fin de incluirlo entre las imágenes de su capilla particular del Palacio. Para evitarlo, los Hermanos del Trabajo le condujeron una noche hasta Castilviejo.

Aún a falta de datos para confirmarlo, se puede pensar que lo que hizo la duquesa –que también se llamaba Ana de Cabrera y era esposa del VI Almirante, D. Luis II Enríquez- fue ordenar su traslado, pues bajo su patrocinio se construyó en aquella época la ermita, que luce en su portada el escudo en piedra de los Almirantes.

La versión narrada por D. Benito fue la referida por el escultor riosecano Mateo Enríquez al serle tomada declaración como perito durante el proceso seguido, en junio de 1602, en relación al milagro –así lo determinaron los instructores del obispado de Palencia- por el que la talla había sudado durante una procesión.

El milagro del Cristo de Castilviejo

Cuentan que en el año 1602, acababa la primavera con tal ausencia de lluvias que la cosecha peligraba de forma alarmante y, por tanto, toda la economía de Medina de Rioseco y comarca. Para intentar poner remedio a la catástrofe que se avecinaba, como era acostumbrado, se trasladó la Virgen de Castilviejo a la iglesia de Santa María para celebrar un novenario. Y, como es también costumbre, vino además a Rioseco la imagen del Cristo, pues a temprana hora del sábado 8 de junio, había de celebrarse por las calles riosecanas la procesión rogativa con las dos sagradas efigies.

Nada más salir de la iglesia, como a las 6 de la mañana, a Luisa de Castroverde, esposa de un tal Aguirre que era sastre y vivía en la calle de Santa María, le pareció que el Crucificado estaba cubierto de gotas. La mujer avisó a unos hermanos del Trabajo, y éstos al sacristán mayor, que no lo creyó y los despidió con cajas destempladas. Pero a eso de mediodía, a punto de concluir la procesión, un rumor se había extendido por todo Rioseco: el Cristo sudaba.

Ante la extraordinaria noticia la gente se aglomeró a las puertas de la iglesia, que hubo que cerrar no permitiéndose más que la entrada de las personas con autoridad para realizar las pertinentes observaciones que pudieran explicar el suceso. Bajaron el Cristo del presbiterio a la capilla de los Benavente, y cuentan que al entrar en esta, con el nerviosismo del momento, golpearon la cruz con la reja sin que cayese al suelo ninguna gota. Algunos de los que se mostraban incrédulos quedaron convencidos hasta el punto de no atreverse a tocar la imagen. Los más decididos, enjugaron reverentemente con unos corporales el sudor, que apenas se limpiaba, aparecía de nuevo.

Se decidió entonces anunciar el portento con un jubiloso repicar de campanas y se notificó al Tribunal Eclesiástico de Palencia. El Ordinario de la Diócesis ordenó abrir un proceso de comprobación por si lo que se suponía cosa divina no provendría alguna artimaña humana bien o malintencionada. Para ello designó como instructor al arcediano del Alcor,

Comparecieron varios testigos. Algunos refirieron incluso el número de gotas y las partes del cuerpo donde manaban, pero no todos coincidieron en ello ni en el tiempo que duró, pues unos dijeron que dos horas, otros que hasta las once de la noche, y algunos que hasta la mañana del día siguiente. Un devoto relató que, viendo pasar la procesión por la calle Mediana, le había parecido que el Cristo tenía la barba muy enmarañada y alzada la cabeza. Otro contó que había notado cómo el rostro de Jesús parecía otro pues mostraba gran tristeza y congoja. También hubo quien refirió que una mujer había arrojado desde un balcón “agua de ángeles” -perfumada con aroma de flores- sobre las tallas.

Como última pesquisa contra un posible engaño, se ordenó al escultor Mateo Enríquez que hiciera una serie de catas en la talla para comprobar que dentro de ella no había ninguna sustancia que hubiera salido al exterior. Se hicieron tres pruebas: una ante el juez eclesiástico, otra a instancia del Regimiento de la entonces villa, y la última con intervención del corregidor, dando fe de los hechos cuatro escribanos por separado. En todas ellas se determinó que la imagen era de madera de peral, sólida y maciza, evidenciándose que en su interior no se pudo depositar nada.

Tras una amplia y solemne discusión en la que el fiscal eclesiástico o abogado del diablo se opuso, cumpliendo su deber, a la proclamación del milagro, mientras el letrado del Regimiento sostuvo que el caso debía declararse como tal; el 21 de agosto se dictó sentencia, y en ella se decía que “…El dicho caso debe tenerse por milagro que Nuestro Señor Jesucristo fue servido de hacer y obrar en su sancta imagen y figura para bien de los fieles cristianos…”.

Desde entonces y durante siglos, se celebró anualmente, la llamada Fiesta del Sudario, sobrenombre con el que también se denominó al Cristo. Era el lunes inmediato al domingo de la infraoctava del Corpus, con Misa Solemne cantada ante el Altar del Cristo de la Ermita y la noche de la víspera repicaban las campanas de las tres parroquias riosecanas, a la par que con fuegos de artificio y otras muestras festivas se intentaba mantener viva la memoria del prodigio. No perduró esa fiesta pero sí se cumplió otro de los mandatos de la sentencia: que se guardasen los corporales con que se limpió el sudor de la Imagen y se custodiasen con gran veneración. A tal fin se confeccionó un relicario que durante mucho tiempo estuvo ubicado en el altar de San Juan de la Iglesia de Santa María y cuyas llaves guardaba el párroco. En la actualidad, tras pasar por el museo parroquial, el relicario, de madera policromada, puede contemplarse en el Museo de San Francisco, que ahora, junto a propio Cristo, al expediente del milagro y a la vara y estandarte de la cofradía, se muestran en Crucifixus.

Cristo de Castilviejo

Anónimo

Siglo XVI

Madera policromada

Ermita de Castilviejo

El domingo siguiente al 8 de septiembre, día de la Patrona de Rioseco, la Virgen de Castilviejo, la costumbre manda que se celebre la Fiesta del Cristo con una nueva romería popular.

El Cristo de Castilviejo preside el retablo –datado en el primer cuarto del siglo XVIII- del lado del Evangelio de la ermita. La talla, de principios del siglo XVI, está ubicada sobre un fondo que muestra una pintura del Calvario con los dos ladrones. La hornacina del Crucificado está flanqueada por otras que ocupan unos ángeles que, se cree, son los que en 1715 hizo Antonio Gautúa para el altar mayor. En el ático del retablo está el relieve de la Virgen del Pópulo.

FOTO CRISTO

Como la Virgen, también el Cristo tiene su leyenda. En este caso narra la manera en que llegó a Rioseco y por qué se ubicó en Castilviejo. Nos situamos, año arriba año abajo, en el Rioseco de 1550. En lo que hoy es la manzana que ocupa el Ayuntamiento se encontraba el precursor de la actual residencia de ancianos: el hospital de Sancti Spíritu, denominado también de la condesa y señora Santa Ana -por su benefactora Doña Ana de Cabrera, esposa del II Almirante D. Fadrique II Enríquez-, y posteriormente de San Juan de Dios. Estaba entonces bajo el cuidado de la Cofradía de Ntra. Sra. de la Consolación, cuyos miembros eran los llamados Hermanos del Trabajo. Estos solían acudir a los mercados de los pueblos cercanos a Rioseco para proveerse de lo necesario a través de la compraventa o la mendicidad.

Una noche volvía uno de ellos del mercado de Villada. Antes de llegar a Villalón le sorprendió una fuerte tormenta que, unida a la oscuridad nocturna, le obligó a cobijarse en una ermita casi en ruinas, que llamaban de la Virgen del Tejadillo. Refugiado allí, descansando de la fatiga del camino y repuesto del susto del temporal, pudo discernir, entre los restos de lo que había sido un altar de la abandonada ermita, la efigie de un Santo Cristo.

DETALLE

Se condolió el hombre del poco cuidado que se había tenido con aquella Sagrada Imagen y decidió llevárselo para que estuviese en algún sitio más decente. Se echó el crucifijo al hombro y así, cual cofrade penitente, prosiguió su camino. Aunque se asegura que le siguieron, sin darle alcance, los que se tenían por dueños de la ermita llegó felizmente a Rioseco sin contratiempo. Cargado con el Cristo bajó por la calle de la Rúa hasta la puerta de San Francisco, donde escuchó una voz interior que le ordenaba que no parase sino que siguiese hasta la ermita de la Virgen de Castilviejo. Obedeciendo a su inspiración continuó caminando de forma tan rápida que cuando llegó aún no había amanecido, encontrándose con que la ermita estaba todavía cerrada. Se lamentaba el piadoso hombre por no poder cumplir la misión encomendada cuando, de forma milagrosa, las puertas se abrieron de par en par franqueándole la entrada.

Con este raro prodigio pudo colocar en el altar de la Virgen la efigie de su Santísimo Hijo. Dando cuenta, ya en Rioseco, de lo sucedido comenzó el Cristo a despertar la devoción de los fieles y los hermanos del trabajo, en atención a haber sido uno de ellos el que había encontrado la milagrosa imagen, erigieron una cofradía para cuidar de su culto.
Esto es lo que asegura la tradición. No obstante, D. Benito Valencia Castañeda, en sus Crónicas de antaño, cuenta que el Crucificado se puso primero bajo un soportal y después en la iglesia del Hospital. La II duquesa de Medina de Rioseco mostraba tal devoción por el Cristo que ordenó a unos esbirros apoderarse de él con el fin de incluirlo entre las imágenes de su capilla particular del Palacio. Para evitarlo, los Hermanos del Trabajo le condujeron una noche hasta Castilviejo.

Aún a falta de datos para confirmarlo, se puede pensar que lo que hizo la duquesa –que también se llamaba Ana de Cabrera y era esposa del VI Almirante, D. Luis II Enríquez- fue ordenar su traslado, pues bajo su patrocinio se construyó en aquella época la ermita, que luce en su portada el escudo en piedra de los Almirantes.

La versión narrada por D. Benito fue la referida por el escultor riosecano Mateo Enríquez al serle tomada declaración como perito durante el proceso seguido, en junio de 1602, en relación al milagro –así lo determinaron los instructores del obispado de Palencia- por el que la talla había sudado durante una procesión.

El milagro del Cristo de Castilviejo

Cuentan que en el año 1602, acababa la primavera con tal ausencia de lluvias que la cosecha peligraba de forma alarmante y, por tanto, toda la economía de Medina de Rioseco y comarca. Para intentar poner remedio a la catástrofe que se avecinaba, como era acostumbrado, se trasladó la Virgen de Castilviejo a la iglesia de Santa María para celebrar un novenario. Y, como es también costumbre, vino además a Rioseco la imagen del Cristo, pues a temprana hora del sábado 8 de junio, había de celebrarse por las calles riosecanas la procesión rogativa con las dos sagradas efigies.

Nada más salir de la iglesia, como a las 6 de la mañana, a Luisa de Castroverde, esposa de un tal Aguirre que era sastre y vivía en la calle de Santa María, le pareció que el Crucificado estaba cubierto de gotas. La mujer avisó a unos hermanos del Trabajo, y éstos al sacristán mayor, que no lo creyó y los despidió con cajas destempladas. Pero a eso de mediodía, a punto de concluir la procesión, un rumor se había extendido por todo Rioseco: el Cristo sudaba.

Ante la extraordinaria noticia la gente se aglomeró a las puertas de la iglesia, que hubo que cerrar no permitiéndose más que la entrada de las personas con autoridad para realizar las pertinentes observaciones que pudieran explicar el suceso. Bajaron el Cristo del presbiterio a la capilla de los Benavente, y cuentan que al entrar en esta, con el nerviosismo del momento, golpearon la cruz con la reja sin que cayese al suelo ninguna gota. Algunos de los que se mostraban incrédulos quedaron convencidos hasta el punto de no atreverse a tocar la imagen. Los más decididos, enjugaron reverentemente con unos corporales el sudor, que apenas se limpiaba, aparecía de nuevo.

FOTO CORPORALES

Se decidió entonces anunciar el portento con un jubiloso repicar de campanas y se notificó al Tribunal Eclesiástico de Palencia. El Ordinario de la Diócesis ordenó abrir un proceso de comprobación por si lo que se suponía cosa divina no provendría alguna artimaña humana bien o malintencionada. Para ello designó como instructor al arcediano del Alcor,

Comparecieron varios testigos. Algunos refirieron incluso el número de gotas y las partes del cuerpo donde manaban, pero no todos coincidieron en ello ni en el tiempo que duró, pues unos dijeron que dos horas, otros que hasta las once de la noche, y algunos que hasta la mañana del día siguiente. Un devoto relató que, viendo pasar la procesión por la calle Mediana, le había parecido que el Cristo tenía la barba muy enmarañada y alzada la cabeza. Otro contó que había notado cómo el rostro de Jesús parecía otro pues mostraba gran tristeza y congoja. También hubo quien refirió que una mujer había arrojado desde un balcón “agua de ángeles” -perfumada con aroma de flores- sobre las tallas.

Foto expediente

Como última pesquisa contra un posible engaño, se ordenó al escultor Mateo Enríquez que hiciera una serie de catas en la talla para comprobar que dentro de ella no había ninguna sustancia que hubiera salido al exterior. Se hicieron tres pruebas: una ante el juez eclesiástico, otra a instancia del Regimiento de la entonces villa, y la última con intervención del corregidor, dando fe de los hechos cuatro escribanos por separado. En todas ellas se determinó que la imagen era de madera de peral, sólida y maciza, evidenciándose que en su interior no se pudo depositar nada.

Tras una amplia y solemne discusión en la que el fiscal eclesiástico o abogado del diablo se opuso, cumpliendo su deber, a la proclamación del milagro, mientras el letrado del Regimiento sostuvo que el caso debía declararse como tal; el 21 de agosto se dictó sentencia, y en ella se decía que “…El dicho caso debe tenerse por milagro que Nuestro Señor Jesucristo fue servido de hacer y obrar en su sancta imagen y figura para bien de los fieles cristianos…”.

Desde entonces y durante siglos, se celebró anualmente, la llamada Fiesta del Sudario, sobrenombre con el que también se denominó al Cristo. Era el lunes inmediato al domingo de la infraoctava del Corpus, con Misa Solemne cantada ante el Altar del Cristo de la Ermita y la noche de la víspera repicaban las campanas de las tres parroquias riosecanas, a la par que con fuegos de artificio y otras muestras festivas se intentaba mantener viva la memoria del prodigio. No perduró esa fiesta pero sí se cumplió otro de los mandatos de la sentencia: que se guardasen los corporales con que se limpió el sudor de la Imagen y se custodiasen con gran veneración. A tal fin se confeccionó un relicario que durante mucho tiempo estuvo ubicado en el altar de San Juan de la Iglesia de Santa María y cuyas llaves guardaba el párroco. En la actualidad, tras pasar por el museo parroquial, el relicario, de madera policromada, puede contemplarse en el Museo de San Francisco, que ahora, junto a propio Cristo, al expediente del milagro y a la vara y estandarte de la cofradía, se muestran en Crucifixus.

Fotos vara y estandarte del cristo

Cristo de Castilviejo

Anónimo

Siglo XVI

Madera policromada

Ermita de Castilviejo

El domingo siguiente al 8 de septiembre, día de la Patrona de Rioseco, la Virgen de Castilviejo, la costumbre manda que se celebre la Fiesta del Cristo con una nueva romería popular.

El Cristo de Castilviejo preside el retablo –datado en el primer cuarto del siglo XVIII- del lado del Evangelio de la ermita. La talla, de principios del siglo XVI, está ubicada sobre un fondo que muestra una pintura del Calvario con los dos ladrones. La hornacina del Crucificado está flanqueada por otras que ocupan unos ángeles que, se cree, son los que en 1715 hizo Antonio Gautúa para el altar mayor. En el ático del retablo está el relieve de la Virgen del Pópulo.

FOTO CRISTO

Como la Virgen, también el Cristo tiene su leyenda. En este caso narra la manera en que llegó a Rioseco y por qué se ubicó en Castilviejo. Nos situamos, año arriba año abajo, en el Rioseco de 1550. En lo que hoy es la manzana que ocupa el Ayuntamiento se encontraba el precursor de la actual residencia de ancianos: el hospital de Sancti Spíritu, denominado también de la condesa y señora Santa Ana -por su benefactora Doña Ana de Cabrera, esposa del II Almirante D. Fadrique II Enríquez-, y posteriormente de San Juan de Dios. Estaba entonces bajo el cuidado de la Cofradía de Ntra. Sra. de la Consolación, cuyos miembros eran los llamados Hermanos del Trabajo. Estos solían acudir a los mercados de los pueblos cercanos a Rioseco para proveerse de lo necesario a través de la compraventa o la mendicidad.

Una noche volvía uno de ellos del mercado de Villada. Antes de llegar a Villalón le sorprendió una fuerte tormenta que, unida a la oscuridad nocturna, le obligó a cobijarse en una ermita casi en ruinas, que llamaban de la Virgen del Tejadillo. Refugiado allí, descansando de la fatiga del camino y repuesto del susto del temporal, pudo discernir, entre los restos de lo que había sido un altar de la abandonada ermita, la efigie de un Santo Cristo.

DETALLE

Se condolió el hombre del poco cuidado que se había tenido con aquella Sagrada Imagen y decidió llevárselo para que estuviese en algún sitio más decente. Se echó el crucifijo al hombro y así, cual cofrade penitente, prosiguió su camino. Aunque se asegura que le siguieron, sin darle alcance, los que se tenían por dueños de la ermita llegó felizmente a Rioseco sin contratiempo. Cargado con el Cristo bajó por la calle de la Rúa hasta la puerta de San Francisco, donde escuchó una voz interior que le ordenaba que no parase sino que siguiese hasta la ermita de la Virgen de Castilviejo. Obedeciendo a su inspiración continuó caminando de forma tan rápida que cuando llegó aún no había amanecido, encontrándose con que la ermita estaba todavía cerrada. Se lamentaba el piadoso hombre por no poder cumplir la misión encomendada cuando, de forma milagrosa, las puertas se abrieron de par en par franqueándole la entrada.

Con este raro prodigio pudo colocar en el altar de la Virgen la efigie de su Santísimo Hijo. Dando cuenta, ya en Rioseco, de lo sucedido comenzó el Cristo a despertar la devoción de los fieles y los hermanos del trabajo, en atención a haber sido uno de ellos el que había encontrado la milagrosa imagen, erigieron una cofradía para cuidar de su culto.

Esto es lo que asegura la tradición. No obstante, D. Benito Valencia Castañeda, en sus Crónicas de antaño, cuenta que el Crucificado se puso primero bajo un soportal y después en la iglesia del Hospital. La II duquesa de Medina de Rioseco mostraba tal devoción por el Cristo que ordenó a unos esbirros apoderarse de él con el fin de incluirlo entre las imágenes de su capilla particular del Palacio. Para evitarlo, los Hermanos del Trabajo le condujeron una noche hasta Castilviejo.

Aún a falta de datos para confirmarlo, se puede pensar que lo que hizo la duquesa –que también se llamaba Ana de Cabrera y era esposa del VI Almirante, D. Luis II Enríquez- fue ordenar su traslado, pues bajo su patrocinio se construyó en aquella época la ermita, que luce en su portada el escudo en piedra de los Almirantes.

La versión narrada por D. Benito fue la referida por el escultor riosecano Mateo Enríquez al serle tomada declaración como perito durante el proceso seguido, en junio de 1602, en relación al milagro –así lo determinaron los instructores del obispado de Palencia- por el que la talla había sudado durante una procesión.

El milagro del Cristo de Castilviejo

Cuentan que en el año 1602, acababa la primavera con tal ausencia de lluvias que la cosecha peligraba de forma alarmante y, por tanto, toda la economía de Medina de Rioseco y comarca. Para intentar poner remedio a la catástrofe que se avecinaba, como era acostumbrado, se trasladó la Virgen de Castilviejo a la iglesia de Santa María para celebrar un novenario. Y, como es también costumbre, vino además a Rioseco la imagen del Cristo, pues a temprana hora del sábado 8 de junio, había de celebrarse por las calles riosecanas la procesión rogativa con las dos sagradas efigies.

Nada más salir de la iglesia, como a las 6 de la mañana, a Luisa de Castroverde, esposa de un tal Aguirre que era sastre y vivía en la calle de Santa María, le pareció que el Crucificado estaba cubierto de gotas. La mujer avisó a unos hermanos del Trabajo, y éstos al sacristán mayor, que no lo creyó y los despidió con cajas destempladas. Pero a eso de mediodía, a punto de concluir la procesión, un rumor se había extendido por todo Rioseco: el Cristo sudaba.

Ante la extraordinaria noticia la gente se aglomeró a las puertas de la iglesia, que hubo que cerrar no permitiéndose más que la entrada de las personas con autoridad para realizar las pertinentes observaciones que pudieran explicar el suceso. Bajaron el Cristo del presbiterio a la capilla de los Benavente, y cuentan que al entrar en esta, con el nerviosismo del momento, golpearon la cruz con la reja sin que cayese al suelo ninguna gota. Algunos de los que se mostraban incrédulos quedaron convencidos hasta el punto de no atreverse a tocar la imagen. Los más decididos, enjugaron reverentemente con unos corporales el sudor, que apenas se limpiaba, aparecía de nuevo.

FOTO CORPORALES

Se decidió entonces anunciar el portento con un jubiloso repicar de campanas y se notificó al Tribunal Eclesiástico de Palencia. El Ordinario de la Diócesis ordenó abrir un proceso de comprobación por si lo que se suponía cosa divina no provendría alguna artimaña humana bien o malintencionada. Para ello designó como instructor al arcediano del Alcor,

Comparecieron varios testigos. Algunos refirieron incluso el número de gotas y las partes del cuerpo donde manaban, pero no todos coincidieron en ello ni en el tiempo que duró, pues unos dijeron que dos horas, otros que hasta las once de la noche, y algunos que hasta la mañana del día siguiente. Un devoto relató que, viendo pasar la procesión por la calle Mediana, le había parecido que el Cristo tenía la barba muy enmarañada y alzada la cabeza. Otro contó que había notado cómo el rostro de Jesús parecía otro pues mostraba gran tristeza y congoja. También hubo quien refirió que una mujer había arrojado desde un balcón “agua de ángeles” -perfumada con aroma de flores- sobre las tallas.

Foto expediente

Como última pesquisa contra un posible engaño, se ordenó al escultor Mateo Enríquez que hiciera una serie de catas en la talla para comprobar que dentro de ella no había ninguna sustancia que hubiera salido al exterior. Se hicieron tres pruebas: una ante el juez eclesiástico, otra a instancia del Regimiento de la entonces villa, y la última con intervención del corregidor, dando fe de los hechos cuatro escribanos por separado. En todas ellas se determinó que la imagen era de madera de peral, sólida y maciza, evidenciándose que en su interior no se pudo depositar nada.

Tras una amplia y solemne discusión en la que el fiscal eclesiástico o abogado del diablo se opuso, cumpliendo su deber, a la proclamación del milagro, mientras el letrado del Regimiento sostuvo que el caso debía declararse como tal; el 21 de agosto se dictó sentencia, y en ella se decía que “…El dicho caso debe tenerse por milagro que Nuestro Señor Jesucristo fue servido de hacer y obrar en su sancta imagen y figura para bien de los fieles cristianos…”.

Desde entonces y durante siglos, se celebró anualmente, la llamada Fiesta del Sudario, sobrenombre con el que también se denominó al Cristo. Era el lunes inmediato al domingo de la infraoctava del Corpus, con Misa Solemne cantada ante el Altar del Cristo de la Ermita y la noche de la víspera repicaban las campanas de las tres parroquias riosecanas, a la par que con fuegos de artificio y otras muestras festivas se intentaba mantener viva la memoria del prodigio. No perduró esa fiesta pero sí se cumplió otro de los mandatos de la sentencia: que se guardasen los corporales con que se limpió el sudor de la Imagen y se custodiasen con gran veneración. A tal fin se confeccionó un relicario que durante mucho tiempo estuvo ubicado en el altar de San Juan de la Iglesia de Santa María y cuyas llaves guardaba el párroco. En la actualidad, tras pasar por el museo parroquial, el relicario, de madera policromada, puede contemplarse en el Museo de San Francisco, que ahora, junto a propio Cristo, al expediente del milagro y a la vara y estandarte de la cofradía, se muestran en Crucifixus.

Fotos vara y estandarte del cristo

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