Alonso Enríquez y Fernández de Quiñones fue el III Almirante de la saga de los Enríquez, un título al que accedió a la muerte de su padre Fadrique I en 1473, así como al de señor de Medina de Rioseco. Bajo su señorío, Enrique IV de Castilla concedió a la villa la merced de celebrar dos ferias anuales y un jueves mensual franco de impuestos, gracia que fue confirmada por los reyes Isabel y Fernando en 1477, lo que redundó en el engrandecimiento de Rioseco.
La familia Enríquez, para permanecer cerca de la corte asentada en Valladolid, poseía un palacio ubicado en solar donde hoy se asienta el Teatro Calderón de la capital vallisoletana [en la imagen]. Parece ser que, durante sus estancias allí en su juventud, el almirante llevó una vida bastante relajada y pasaba bastante más tiempo atento a los asuntos de faldas que a otras obligaciones que pudiera tener. Conoció por aquel entonces a una muchacha de gran belleza, hija de un catedrático de la Universidad de Valladolid, a quien hizo promesa de matrimonio pero a la que abandonó una vez conseguidos de la joven los favores carnales que realmente pretendía.
El padre de la chica exigió entonces una reparación de la deshonra, llegando incluso a reclamar la justicia del rey, que hizo caso omiso para no enojar a la poderosa familia. Pero lo único que consiguió el catedrático fue encontrar la muerte en la oscuridad de una calle vallisoletana, asesinado por unos sicarios a las órdenes de quien fácilmente se puede suponer. La joven deshonrada, cuentan, acabó sus días en el convento de Santa Clara de Palencia, también bajo el patronato de los Enríquez, donde profesó tras haber dado a luz un hijo.
Poco más tarde, Alonso contrajo matrimonio con María de Velasco que le dio siete hijos. Tuvo además una hija natural reconocida con la noble María de Alvarado: Teresa, la llamada Loca del Sacramento. Poco antes de su muerte, a los 53 años en 1485, dictó testamento. En él, aunque lo que realmente pretendía era poner su alma a salvo de las penas del infierno, pareció arrepentirse de aquel trágico episodio juvenil y como reparación consideró que tenía que legar a la Universidad de Valladolid sesenta mil maravedíes para construir una capilla, además de un juro sobre los diezmos del aceite procedente de Sevilla para el mantenimiento de dos capellanes que la atendieran, así como una misa diaria por su alma y por la de los catedráticos muertos sin confesión, como fue el caso del padre de aquella muchacha engañada. «Se faga en las escuelas mayores de esta villa de Valladolid una capilla… adonde puedan los estudiantes cada día oir misa sin se apartar ni distraer de su estudio».
Pero ni su viuda ni su primogénito y sucesor, D. Fadrique II, entregaron lo prometido, a pesar de las reclamaciones de la Universidad que incluso llegó a interponer un pleito cuya sentencia favorable sólo encontró trabas para su cumplimiento. Hasta que ocurrió algo que le hizo rectificar. En sus palacios, tenía D. Fadrique un pequeño espacio para resolver los asuntos pendientes sin salir de sus habitaciones. Una noche, cuando se retiraba a descansar, vio que había luz en la estancia y que alguien se encontraba sentado en la mesa del despacho. Al acercarse contempló, horrorizado, que era su padre el que allí estaba mirándole sin pronunciar palabra. En un primer momento pensó que se trataría de una imaginación provocada por el cansancio, pero el suceso se repitió varias noches más, tanto en sus aposentos de Valladolid como en los de Rioseco. Asustado narró D. Fadrique aquellos sobrenaturales encuentros a su confesor, un fraile dominico que le indicó que tal vez había dejado de cumplir alguna de las últimas voluntades de su padre, reclamándolo su espíritu.
Recordó entonces D. Fadrique la promesa incumplida para con la Universidad. Así, para que no volviera a aparecérsele el fantasma de su progenitor, dispuso la entrega de los maravedís acordados para la obra de la capilla y un juro perpetuo de otros treinta mil para mantener las capellanías dispuestas por su padre, todo ello plasmado en una escritura pública en febrero de 1510.
La construcción de la capilla culminó en 1516, siendo consagrada más tarde, con la advocación de San Juan Evangelista. Se encontraba ubicada en el espacio que en la actualidad ocupa el edificio Rector Fernando Tejerina de la Universidad vallisoletana, en la confluencia de la Plaza de Santa Cruz con la calle de la Librería. En esta última se situaba su ábside en el que destacaban el escudo real, el de la Universidad y el de su fundador, D. Alonso Enríquez. La capilla, constituyó el espacio más representativo y solemne de la Universidad, tanto en sus aspectos religiosos como en los académicos. En ella se celebraban la inauguración del curso, funerales por profesores y reyes, claustros, oposiciones y concesiones de grados, entre otras solemnidades. Además acogió otras funciones, como la de archivo universitario, hasta su demolición a principios del siglo XX.