El Día de todos los Santos; por Rosa Blanco

Me aterraba la muerte. No podía evitarlo, como tampoco presenciar un entierro. Por eso, cuando ocurría una defunción sabía lo que me esperaba al ir a dormir: mirar debajo de la cama, detrás de las cortinas y taparme con las mantas la cabeza para evitar encontrarme con la imagen del ataúd que había visto.

El secretismo ante la muerte alimentaba mis dudas. Los rostros de los seres queridos palidecían de dolor y desterraban los colores de su vestimenta. Las casas se llenaban de suspiros y las calles de coronas de flores prensadas.

No era costumbre que los niños subiésemos al cementerio, a excepción del día de Difuntos, cuando la muerte tomaba un cariz menos lúgubre y desconsolador que al fallecer un familiar por adquirir, además, un carácter premeditado.

Recuerdo haber subido al cementerio bien abrigada, con guantes y verdugo, lanzando el aliento a bocanadas, para retomar el calor que necesitaba al ver los cipreses con esas pequeñas calaveras que me parecían su fruto.

Conteniendo la respiración al traspasar la verja de la puerta del camposanto recorro las tumbas mientras leo las inscripciones de las lápidas de piedra, con la atención puesta en la edad a la que habían muerto los parientes y conocidos que estaban enterrados allí.

Todos iban apareciendo, en mi imaginación, iguales que cuando estaban vivos, con el carácter risueño o malhumorado y con su misma voz.  Entristecida pero esperanzada, abandono el cementerio y compro a la salida castañas asadas.

Por la noche, en la tele, la representación de Don Juan Tenorio, parte de cuya obra se desarrolla en el cementerio, donde finaliza también. Ese escenario ya no me da miedo. Duermo tranquila. Que los difuntos descansen en paz.

[Recuperamos un audiovisual en el que se relata la historia del cementerio riosecano, elaborado por las cámaras de La Voz el pasado año]

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