Hace poco leía que las buenas personas están hechas de acero inolvidable. No me cabe duda de que Antonio Galván estaba hecho de ese material que no podemos ver, pero que, sin embargo, sí que podemos sentir muy de cerca por medio del afecto, de la simpatía, de la amistad que siempre mostró hacia todos los que habitamos su misma espacio vital.
El pasado jueves fallecía después de una rápida y traicionera enfermedad dejando un hueco en ese paisaje sentimental que existe entre todos los que vivimos en un mismo lugar. Por la tarde tenía lugar el entierro en el mismo momento en el que los diestros Curro Díaz, Iván Fandiño y David Mora hacían el paseíllo en la plaza de toros de Las Ventas en un día en el que Rioseco despedía a uno de sus mejores aficionados taurinos.
Antonio disfrutaba viendo una corrida de toros, muchas veces viajando, otras en televisión. Quien tenía la suerte de estar a su lado aprendía. Sus palabras eran escuetas, pero acertadas. Quizás santo y seña de una persona sencilla y espontánea, sin florituras. No se prodigaba en elogios, no regalaba adjetivos; eso sí, cuando la ocasión lo requería siempre encontraba las palabras precisas para elevar la faena a lo más alto, sin olvidar destacar las cualidades del toro cuando era algo merecido.
En la vida de Antonio, junto a su familia, amigos y afición taurina, la devoción a su querida Virgen de Castilviejo ocupó también un lugar principal. Durante años fue presidente de la hermandad de la patrona de Medina de Rioseco. En la memoria queda todas las veces que Antonio se acercó a la ermita para preocuparse de que todo estuviera bien, pero también para disfrutar de amigos y familiares de un especio por el que siempre sintió gran predilección.
“Seguro que si no tuviéramos la ermita con su pradera y el bar, nos lamentaríamos de no tener un lugar tan excelente”, solía decir. Ahora, Antonio ya está con su hermano José Luis Tibis, con sus cuñados Juan Carlos y Franco, con su amigo Pedro. A poco que se lo proponga les arrancará a todos una sonrisa, como siempre la despertó a todos lo que alguna vez pasamos por su tienda de la calle San Juan. No hay en Rioseco una casa en la que no haya traje, pantalón, chaquetón, camisa o abrigo que no pasaran por las expertas manos de Antonio y Carmina para devolverles su brillo de compra.
Su esposa, Carmina; sus hijos, Antonio, Alicia y María del Carmen; sus nietos, Elena y Pablo, no tienen que olvidar que cada vez que vean a la patrona, la Virgen de Castilviejo, o cada vez que suene el clarín en una corrida de toros, sabrán que su esposo, padre y abuelo no se ha ido, que está muy cerca, que a poco que busquen en la memoria encontraran un momento en el que fueron felices junto a él. Sus hermanos, Mario, Julio, Ana, Tere, Marisol y María del Carmen, tendrán que consolar a Dionisia, a su madre, quien ha tenido que asistir por dos veces al siempre funesto hecho de ver morir a un hijo.
A su madre, esposa, hijos, nietos, hermanos, amigos y cofrades de la Hermandad de la Virgen de Castilviejo, nuestras más sinceras condolencias. Amigo, descansa en paz.