Cuando el 2 de enero de 2011 entró en vigor la ley antitabaco, el objetivo era proteger la salud en los espacios cerrados frente al humo nocivo del tabaco. Sin embargo, pronto han surgido otros efectos colaterales, quizás no previstos. Además del cabreo de empresarios, que han visto reducidos sus ingresos, y el de fumadores, que, como nuevos apestados, han sido expulsados a la calle para poder disfrutar de un vicio que, considerado nocivo, en muchos casos han tenido que olvidar, uno de esos efectos colaterales, quizás el más visible, es la gran cantidad de colillas que se amontona junto a puerta de bares y otros establecimientos de carácter público. Lo que ha ocurrido es bastante fácil, la gran mayoría de las colillas y cenizas que acababan en los ceniceros de los bares han ido a parar al pavimento de la calle.
Es de esperar que con el buen tiempo el problema se incremente. El frío y el mal tiempo ya no serán impedimentos para fumar en la calle y, con ello, vendrá una gran cantidad de conversaciones, voces y ruidos que tendrán que aguantar indefensos vecinos.
Más allá de profundizar en los entresijos de una ley polémica, lo cierto es que la inmensa mayoría de los ciudadanos no tiene que sufrir sus efectos colaterales. Está claro que la ley está ahí y, por ahora, hasta que el Gobierno no diga lo contrario, hay que cumplirla. Por eso, bares y restaurantes (algunos ya lo han hecho) tendrán que colocar ceniceros en sus puertas para que sus clientes fumadores tengan un sitio donde depositar sus colillas, por lo menos, para evitar que la calle, que es de todos, esté y parezca sucia. Algo que, a primera vista, parece que es coherente y razonable.