Alonso Enríquez fue el primer Almirante de la dinastía y primer señor de Medina de Rioseco. Sevillano, de Guadalcanal, nació en 1354. Su padre era el infante Fadrique, hijo del rey Alfonso XI y Maestre de la orden de Santiago. Su madre, al parecer, era una judía conversa llamada la Paloma, mujer de un mayordomo de Fadrique y que seguramente fue forzada por el infante, que debía de ser bastante golfo. Alonso tuvo que esperar veinte años para ser reconocido como sobrino por el rey Enrique II.
Pero no vamos a hablar de Don Alonso sino de su esposa, Doña Juana de Mendoza. Parece ser que era una señora de gran belleza, pero a la vez una hembra de las de armas tomar por su genio y temperamento. Hasta el punto de decirse que era ‘la más varonil mujer que hubo en su tiempo’, lo que entonces era un piropo.
Alonso llegó a alcanzar fama como trovador al estilo provenzal de la época y, con gran ingenio, era capaz de salir de apretadas situaciones con unos versos. Desde joven dedicó a Juana poesías y cánticos, pero todas se estrellaron contra el frío corazón y la indiferencia de su musa. Tanto que en 1380 tuvo que dejar sus galanteos ya que la doncella se casó con el muy poderoso Diego Gómez Manrique de Lara, Adelantado de Castilla. Pero para fortuna de nuestro Almirante, en la Batalla de Aljubarrota (1385), murieron el padre y el marido de su amada, que quedó con un hijo y una ingente fortuna que la valió el apelativo de ‘la ricahembra de Guadalajara’, ciudad donde había nacido allá por 1361.
A la viuda, joven, hermosa y riquísima, le llovieron toda clase de pretendientes que eran rechazados con la misma velocidad con que llegaban. En estas volvió a aparecer Alonso, cuyo amor no cesaba y continuaba en su empeño conquistador. Incluso contó con la intercesión del rey en su favor, pero el mensaje del monarca fue despachado por la dama con un altivo: “Majestad, un casamiento no es cosa de autoridad sino de cariño y libre albedrío”.
Sin darse por vencido, y disfrazado de paje, se presentó en el palacio de la dama para intentar convencerla ensalzando a su supuesto señor. Juana, con desdén y petulancia, contestó que no se casaría con el «hijo de una marrana» (como llamaban despectivamente a los judíos conversos). Alonso, enfurecido por el insulto –que hoy hubiera sido tachado de xenófobo- la propinó un soberano bofetón que la tiró de espaldas. Juana, llena de ira, ordenó a sus hombres que le detuviesen. Con la cara enrojecida y el orgullo tremendamente injuriado mandó llamar a un sacerdote. Todos pensaron que para que el paje confesara antes de ser ajusticiado, pero al reconocerle como el propio Enríquez, su soberbia la llevó a ordenar al clérigo que los casara de inmediato: “Para que no se diga que ningún hombre me ha puesto la mano encima no siendo mi marido«.
Tras tan singular boda, que el propio Almirante relató, seguramente adornada con algo de fantasía, en su obra ‘Vergel del pensamiento’, el matrimonio fue bastante feliz y tuvo trece hijos, criando, además, un hijo ilegítimo del marido.
En 1405, Enrique III nombró a Alonso Enríquez como Almirante Mayor de Castilla, dicen que por influencias de su esposa en cuya familia debía recaer el título. En 1421, recibió del rey Juan II el señorío de Medina de Rioseco, de cuyo castillo ya era alcaide y donde había establecido su familia y fundado mayorazgo a favor de sus hijos.
Desde la fortaleza riosecana gobernaba doña Juana los dominios de su esposo mientras este guerreaba con moros o cristianos y también aquí hizo gala de su fuerte personalidad. Así existe otra leyenda que relata cómo hizo dormir a su marido y séquito fuera del recinto amurallado por llegar una noche a deshoras de alguna batalla –no sabemos si de tipo bélico o erótico-. La razón: “no deben las castellanas franquear a nadie sus castillos en ausencia de sus maridos«.
También se dice que uno de sus secretarios, prendado de su belleza, se atrevió a hacerle llegar su declaración de amor entre los documentos que había de despachar. La respuesta a la osadía fue el apresamiento inmediato y el que los riosecanos del siglo XV pudieran contemplar la no muy agradable estampa del funcionario colgando de la horca frente a las ventanas del alcázar, más o menos en el actual Corro del Asado.
Hasta su testamento, redactado el 22 de enero de 1431, refleja su inmensa fortuna y, de nuevo, su fuerte carácter hasta el final de sus días. Mandó que “ninguno sea osado de hacer llanto por mi” y pidió ser enterrada en el Monasterio de Santa Clara en Palencia, al lado de su señor, el Almirante, fallecido dos años antes.
Doña Juana murió en Palacios de Campos dos días después. Según la ‘Crónica del Halconero’ de Juan II de Castilla: “Partiendo la dicha Jhoana con su nieta la esposa del condestable de Torre de Lobatón, para facer las bodas en Calauaçano e vinieron a Palacios de Meneses; e dióle allí dolor de costado, e fino martes a 24 de henero, año del Señor de 1431 Esta era la más enparentada dueña que auia en Castilla e más generosa e (que) mayor casa e estado traxiese a la saçon en Casstilla e muy buena. Lo qual fino de hedad de setenta años.”