La fecha del 14 de julio de 1808 pasó a la Historia como una de las más negras de la vida de Medina de Rioseco, pero no la única. Fue más bien el primer día de un periodo de tiempo, tan luctuoso como largo, en el que nuestra ciudad estuvo rozando el borde de su desaparición.
A los dos días de pillajes, robos, violencias y asesinatos que sucedieron a la batalla, le siguieron meses y años de extrema pobreza, en los que los riosecanos sobrevivieron más que vivieron. Privados de sus bienes (joyas, dinero, comida, ropa, carruajes, animales, trigo, leña) la población de Rioseco quedó sumida en la miseria. El futuro del municipio se presentaba tan oscuro que muchos estaban convencidos de que había llegado su último capítulo en la Historia. Las crónicas del momento señalan que más de 200 familias (en torno a mil personas) decidieron trasladar su residencia por aquel motivo. Todo el que contaba con posibilidad de rehacer su vida en otro lugar, salió de Rioseco. A esta sangría poblacional hay que sumar a los que en días anteriores se habían refugiado en casas de familiares en otros municipios y que no volvieron, los fallecidos que tomaron parte en el combate dentro del Batallón “Voluntarios de Rioseco”, los civiles que murieron por actos violentos o en días sucesivos por heridas o enfermedades, y el consecuente descenso de natalidad ante la ausencia de jóvenes en edad de procrear.
La huella dejada por la estancia de las tropas napoleónicas en Medina de Rioseco fue apocalíptica. Su economía quedó destrozada, muchas viviendas y edificios principales, reducidos a cenizas o a un estado impracticable. Las calles y campos aledaños a nuestra ciudad, se llenaron de cadáveres, humanos y animales (principalmente caballos), con el grave peligro para la salud pública que representaba aquella situación.
El Ayuntamiento quiso poner orden a este caos y tras constituirse urgentemente una nueva corporación municipal -el alcalde, el procurador síndico, varios concejales y los porteros habían sido asesinados por los gabachos, en las propias casas consistoriales-, extendió una orden para que se enterrara a los muertos y se recogieran en dependencias municipales todos los muebles y utensilios desperdigados, en espera de ser rescatados por sus legítimos dueños.
Para mediados del mes de agosto de ese 1808, se había logrado limpiar de muertos las calles y plazas riosecanas. Pero no las tierras de labor de la comarca, ni tampoco el propio campo de batalla, que aún se hallaba sembrado de soldados difuntos, equinos y restos de armamento.
Con fecha de 22 de ese mes, el consistorio riosecano remitió a la Chancillería de Valladolid un escrito en el que se quejaba de que tras 40 días “los cadaveres de los heroycos defensores permanecen insepultos […] en los Campos donde se dio la sangrienta batalla, el mayor numero se halla medio cubierto de una ligera capa de tierra y otros estan enteramte desnudos ofendiendo el pudor”. El Ayuntamiento carecía por completo de fondos para realizar dicha labor, por lo que pedía ayuda para la sepultura de dichos restos “abriendo profundas zanjas a costa de los pueblos inmediatos [Rioseco y Palacios] ya que no estan en estado de recibir otra recompensa”. En dicha carta también se relataba como en los días anteriores los vecinos de Rioseco había dedicado sus esfuerzos a enterrar y quemar los cadáveres y despojos de los fallecidos, los que se encontraban exclusivamente dentro del municipio.
Para el 3 de septiembre y después de varios comunicados, la situación no había mejorado. Los municipales acudieron esta vez a la Junta de Armamento y Defensa para quejarse de la imposibilidad de resolver el problema a solas, debido a la “miserable situacion y escased de arvitrios con que ha quedado esta ciudad desde el cruel saqueo que sufrio en sus fondos publicos y particulares”. En uno de los mensajes enviados por aquellos días se daba cuenta de que un soldado procedente de Villafrechós aseguraba haber visto cerca de un molino de este pueblo “seis u ocho cadáveres descubiertos; en el camino de Almenara […] otros dos”, además de otros muchos por los alrededores, reducidos ya a huesos.
En su desesperación, la población civil había llegado a actuar como carroñera de estos cuerpos. En sucesivas cartas del Consistorio riosecano a esta Junta, se aludía al castigo infringido a varios habitantes de la comarca y de la propia población de Rioseco por “desenterrar a los muertos y registrar sus restos, tratando de robar cuanto tenían de valor con ellos”. Los munícipes ante tales actuaciones, continuas y repetidas, decidieron publicar un bando en el que se advertía del castigo al que se sometería a cuanta “persona sea osada de desenterrar ninguno de los cadáveres de los que se murieron el dia quatorze de julio ni menos se propasen a registrar los que estén descubiertos”.
Se desconoce el paradero actual de esas fosas comunes en las que se enterraron dichos restos, que no fueron pocos. Ninguna memoria histórica ha querido ocuparse de ellos, a pesar de que muchos de los allí enterrados son antepasados directos de los actuales riosecanos. Al menos la acción heroica de los soldados españoles en la batalla y el sufrimiento de la población civil fue reconocida cien años después, con el monumento de Aurelio Carretero. La fotografía recoge precisamente el momento de su inauguración, el 14 de julio de 1908, durante la celebración del Centenario. Para los que no sepan situar el lugar de ese primer emplazamiento aclararemos que el tejado de la izquierda es parte del famoso Rincón de Unamuno, que el edificio del centro estaba en el mismo solar que hoy ocupa la horrenda Casa de Cultura, y que el de la izquierda, corresponde a la manzana de viviendas derribada en los años 20 para agrandar la Plaza Mayor.