Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Augusto Monterroso
¿Cine para dinosaurios! Así de rotundo (o de melancólico) se manifestaba el cineasta Laurent Cantet (Recursos humanos, La clase), en el estreno en Madrid de su última película: Foxfire, un film que pasó por el festival de San Sebastián hace dos certámenes: “Quizás haya que aceptar que el cine es agua pasada, y nosotros unos dinosaurios. Los jóvenes ven películas en los móviles y hay distribuidores o realizadores que piensan que ante el riesgo de que no lo vea nadie, es mejor estrenar un film en Internet. Lo siento, yo prefiero darle la oportunidad de existir en una sala de cine. Además, así se daría lugar a una guetización: habría películas que merecerían estar en una sala y otros que no”. De esta manera se expresaba Laurent Cantet, alguien que se enamoró del cine, según cuenta en la entrevista, en la única sala de su pueblo natal.
Foxfire, confesiones de una banda de chicas de Laurent Cantet, adaptación de una novela de Joyce Carol Oates (Puro fuego, Punto de Lectura 2008), supone un cambio de paisaje y de época para el director. De Francia y de la contemporaneidad, del cine social al que le vinculábamos, L. Cantet viaja a EE.UU. y a los años cincuenta del siglo XX: al reverso de una sociedad en technicolor, de jóvenes sin causa, y desfiles de coches suntuosos ocupados por galanes con tupés que escuchan rock and roll (de blancos para blancos) en noches de sábados febriles. Las presas de estos cazadores nocturnos son las muchachas en flor del pueblo.
Objeto de deseo no solo de sus compañeros de instituto, sino también de algunos profesores y de algunos parientes… Contra este machismo militante se alza Foxfire: una banda de chicas decididas a defenderse de estos energúmenos en celo y a contraatacar, si es preciso. La violencia suele empezar por una defensa legítima y acabar por… los cerros de Úbeda. La novela y la película no pretenden ser un canto al feminismo, ni a la legítima defensa, ni un ataque simplista a la masculinidad. Es más bien un viaje desde la legitimidad de esa defensa contra la violencia de género -que no tiene o no puede tener una respuesta social adecuada en ese momento histórico-, hacia el territorio de la utopía, cuando no de la locura.
La pandilla de chicas de Foxfire, comandada por una líder carismática y cantada y contada por una escritora en ciernes -la única que se resistirá a la enajenación-, se refugia en un “mundo aparte” en el que podrán vivir de forma independiente, en una especie de falansterio femenino, sin las cortapisas de una sociedad coercitiva y discriminatoria. Esa utopía se va transformando en una distopía gótica y un tanto aberrante según el principio de realidad mina las iniciales ilusiones: en una clara huida hacia adelante que solo lleva al homicidio. Cantet ha narrado todo esto con un estilo casi documental, propio de su cine anterior, sostenido en un elenco de actrices jóvenes, y solventes casi siempre -Katie Cosini fue Concha de Plata a la mejor actriz en San Sebastián-, sin maniqueísmos ni adoctrinamientos, aunque, posiblemente, sin la garra y la tensión que un asunto como este -que bordea la demencia-, requeriría. Pero es una película notable, reveladora de la oscura espalda de una época mitificada por cierto cine y, a la vez, una experiencia tremenda observar el viaje hacia el absurdo de esta pandilla de chicas: Foxfire: Puro fuego.
Las dos caras de enero (Anagrama, 2005) es el título de una novela de la gran escritora Patricia Highsmith, y de la película que ha supuesto el debut como director de Hossein Amini. De H. Amini conocíamos su trabajo como guionista de Drive, una película dura, estremecedora y a la vez lírica, de un ritmo arrollador: una de los filmes más interesantes de 2011. En la adaptación de la novela homónima de P. Highsmith, Hossein Amini ha optado por seguir la estética de ese cine clásico que se fue para no volver, pero del que de vez en cuando tenemos fugaces resurrecciones. Las dos caras de enero nos recuerda a algunas adaptaciones de Anthony Minghella (El paciente inglés, El talento de Mr. Ripley…) y más lejanamente la estela de un Hitchcock menor, pero siempre sugerente. En la película una pareja “americana” divina y glamurosa entra en contacto con un joven, también americano, que sobrevive como guía turístico y como pícaro de poca monta en Grecia. Nada es lo que parece en P. Highsmith, y pronto la pareja divina enseñará su verdadera cara turbia y fraudulenta (y el pícaro la suya de pazguato), enredados además en una relación triangular equívoca y fatal.
Una película con un trío de actores espléndidos: Viggo Mortensen, Óscar Isaac y Kirsten Dunst, que dan a sus personajes la necesaria ambigüedad y el glamur que el film precisa. Film notable también, con una gran fotografía y una música envolvente de Alberto Iglesias, pero sin alcanzar el encanto o la intensidad de esos “clásicos” que se fueron para no volver. Pero se le acerca.
Meteora, de Spiros Stathoulopoulos, es una película tan bella como libérrima, tan naíf como, a ratos, surrealista sin pretenderlo. Una película bella, bellísima, rodada en esos paisajes telúricos de Meteora (Grecia), con solitarias rocas escarpadas donde se edificaron monasterios a los que se accede por poleas o a través de sinuosas sendas. Un mundo desnudo, roqueño, exento, donde solo el amor a Dios parece poder sobrevivir… o -¡sorpresa!- el amor humano. Porque la película cuenta cómo surge el amor entre un monje griego y una monja rusa entre paseos bucólicos y meriendas campestres. Un amor terrenal, fou, y a la vez verosímil. El director, junto a la imagen real, morosa y pictórica, utiliza la animación: así vemos ante nuestros asombrados ojos a las figuras de los iconos ortodoxos manipular poleas u orar en las peñas.
Cine libérrimo y bellísimo el de Meteora, como ha quedado dicho. Bienvenido sea. En una tarde calurosa de agosto, resulta una grata experiencia ver esta película en un sala de cine fresca de una ciudad desierta por las vacaciones.
Y sentirse un dinosaurio despierto.
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