Cervantes, descreído de la Justicia


José Antonio Pizarro García

Don Quijote, no cree que la justicia, el orden social, sean funciones de la autoridad, sino obra del quehacer de individuos que, como sus modelos, los caballeros andantes, y él mismo, se hayan echado sobre los hombros la tarea de hacer menos injusto y más libre el mundo en el que viven. Eso es el caballero andante: un individuo que, motivado por una vocación generosa, se lanza a los caminos, a buscar remedio para todo lo que anda mal en el mundo. La autoridad, cuando aparece, en vez de facilitarle la tarea, se la dificulta.

¿Dónde está la autoridad, en la España que recorre don Quijote  en sus tres viajes?  En la España en declive gobernada por Felipe III, con una Administración corrompida, asfixiada la población a impuestos  para costear las guerras; la Inquisición  pisoteando vidas y haciendas, como encarnación máxima de la Justicia.  Don Quijote no tiene reparo en enfrentarse a la autoridad y en desafiar las leyes cuando estas chocan con su propia concepción de la justicia. Así se enfrenta al rico Juan Haldudo, que está azotando a uno de sus mozos porque le pierde sus ovejas, algo a lo que, según las costumbres de la época, tenía derecho. Pero esto es intolerable para el manchego, que rescata al mozo, reparando lo que cree un abuso. Apenas parte, Juan Haldudo, pese a las promesas en contrario, vuelve a azotar a Andrés hasta dejarlo moribundo. Algo similar ocurre con la liberación de doce delincuentes, entre los que se encuentra el siniestro Ginés de Pasamonte. La novela está llena de episodios donde la particular visión de la justicia lleva al hidalgo a desacatar los poderes, las leyes y los usos establecidos, en nombre de  lo que es para él un imperativo moral superior.

Cervantes, sangraba por la herida. Su abuelo, Juan de Cervantes, estudió Leyes y llegó  a teniente de corregidores, desempeñó diversos cargos públicos, siendo acusado de varios delitos y abuso de autoridad. Su padre, Rodrigo Cervantes, cirujano-barbero, dejó de pagar alquileres de vivienda, acudió a préstamos y sufrió el embargo de sus modestas pertenencias. Siempre acuciado por deudas, se vio inmerso en numerosos pleitos.

Y qué decir de don Miguel. Soldado en guerra, cautivo cinco años en Argel, a la espera de un rescate que no llegaba, tres veces preso en España por deudas y acusaciones de malos manejos en su etapa de inspector/recaudador de contribuciones en Andalucía para la Armada. En cuyo cargo se encuentra, una y otra vez, con una burocracia plagada de delincuentes y leguleyos.  Se topó, en el ejercicio de su cargo, con la Iglesia, siendo excomulgado en dos ocasiones. Se ve obligado a pleitear en una y otra vez por asuntos personales y familiares (como administrador de su suegra).

Tras su regreso de Argel, intenta reiteradamente obtener un cargo de cierto rango y bien remunerado en la Corte, o en las Indias. Sus peticiones y memoriales se pierden en los laberintos burocráticos, pese a tener cartas de recomendación de don Juan de Austria y el Duque de Sessa por sus servicios como soldado. El silencio o rechazo a sus peticiones, acrecienta su desdén por juristas y burócratas.

Una vida  intensa y azarosa, dan coherencia a este aspecto de su novela: un afán de libertad que don Miguel, si hay que elegir, antepone incluso a la justicia, y un profundo recelo de la autoridad, que para él no es garantía de lo que llama de manera ambigua “la justicia distributiva”.

Tal vez tuvieron suerte las letras españolas con este destino personal del alcalaíno. De haber tenido una vida más plácida y obtenido alguno de los cargos a los que aspiró, el genio cervantino podría no haber llegado a ser literariamente tan fructífero  y, si no agostado, habría corrido el riesgo de encanijarse, sin la riquísima experiencia vital de la que dan cuenta sus biógrafos  y es reflejo su obra.

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