Blade Runner no es solo una película de culto; es una película de supervivencia. De supervivencia de unos personajes desamparados y –al menos en mi caso– de nosotros, los espectadores, contagiados por ese vacío existencial que muchas veces nos convierte en seres que deambulan sin vida.
Está basada en la novela Do Androinds Dream of Electric Sheep?, del gran escritor estadounidense Philip K. Dick, donde se reflexiona sobre el significado de lo que consideramos realidad y, sobre todo, donde se abre la gran interrogación del sentido de lo humano: ¿qué es lo que verdaderamente distingue al hombre de otros seres o entidades?
Otras obras de este autor perduran en la memoria del lector como rótulos no ya de la ciencia ficción, sino de la literatura general: The Man in the High Castle –su obra maestra-, Eye in the Sky o The Penultimote Truth. Pero, a mi entender, donde Dick desarrolla de forma extraordinaria todos sus temas recurrentes –la guerra, la condición humana, los mundos alternativos, el cuestionamiento de la realidad, los viajes en el tiempo…– es en sus relatos, varios de ellos llevados a la pantalla magistralmente: Minority Report, de Spielberg –para mí su obra cumbre- o la excelente y brutal Total Recall, de Paul Verhoeven, entre otras.
En la novela, ya señalada, en la que se basa Blade Runner, la acción transcurre en San Francisco, tras una guerra nuclear, donde los moldes sociales casi obligan a los ciudadanos a poseer un animal como mascota. Pero estos son muy escasos ya y los ciudadanos menos pudientes deben de conformarse con réplicas de los originales.
El protagonista es un detective –más de tipo de investigador de la novela inglesa policial que de la negra norteamericana– que debe dar caza a unos replicantes de los humanos que se han fugado, distinguiéndolos de los hombres “verdaderos” por un determinado “test” y exterminarlos. De esta forma, podrá, con las bonificaciones de ese trabajo, comprarse una mascota real y alcanzar una superior categoría social.
La película –P. K. Dick no pudo asistir al estreno porque murió poco antes por problemas cardiacos derivados de su adicción a drogas alucinógenas– difiere en algunos aspectos de la trama de la narración. Pero esto lo iremos viendo en el siguiente –y muy personal– comentario.
Vi, por primera vez, la película en el cine Marvel de Medina de Rioseco, en compañía de una amiga, y, cuando salimos a la calle –era invierno, estaba lloviendo, y las luces de neón de los escaparates y los faros de los automóviles fulguraban en el pavimento- parecía que siguiésemos viviendo dentro de la historia que acabábamos de ver. El impacto de entonces –1982– aún perdura en mí: he visto Blade Runner como mínimo doce veces (cine-televisión-vídeo-DVD-Internet) y seguro que lo seguiré haciendo, en especial su primera versión –el montaje del director me interesa mucho menos- cuando quiera recordar aquellos ya lejanos años de mi vida en los que todos éramos más felices.
Bien; el direcor, Ridley Scott, al que debemos otra obra maestra, Alien, y tres o cuatro películas de interés –The Duellists, Someone to Watch Over Me, Thelma & Louise y el título que ustedes, lectores, quieran añadir– combinó de forma inteligente y admirable dos de los géneros clásicos del cine clásico norteamericano: el de cincia ficción y el negro.
El protagonista –estupendo Harrison Ford– un policía típico de la narrativa hard boile –solitario, desesperado, sentimentalmente vacío– que inventó, seguramente, el gran Dashiell Hammett, tiene que eliminar a unos androides –replicantes–, idénticos a los seres humanos tanto en presencia física como en sentimientos, que han vivido esclavizados trabajando en los colonias extraterrestres más allá del Sistema Solar, y que ahora se han escapado y han regresado a la Tierra en busca de su creador –Tyrell– para exigirle respuestas sobre su identidad, ya que les queda un breve plazo de vida y desean conocer el porqué de su existencia; son seres con caducidad.
Hay, en el film, dos acciones paralelas que se convierten en tangenciales en diversas secuencias: la investigación y persecución del detective de los replicantes y la búsqueda de estos de respuestas a su condición, sobre todo por parte del replicante Nexus 6 llamado Roy –impresionante Rutger Hauer– que encuentra a su creador –Tyrell-Dios– y le asesina por su indiferencia hacia él y por haberle creado como un ser que va a perder la vida sin ningún sentido y, con ella, todos sus recuerdos (cerca de aquí tenemos la famosa aseveración de Nietzsche sobre la muerte de Dios).
Y está claro; los replicantes son como ángeles caídos que se rebelan contra Dios: abandonados por su creador han descendido de los cielos –las distantes estrellas– al infierno del planeta Tierra en busca de una salvación que les será negada. Pero, al final, el replicante Roy, salva de una muerte segura al que va a ser su ejecutor –“Ya conoces lo que es el miedo. Esto es lo que significa ser esclavo” -le dice el replicante–, el policía Deckard –posible símbolo de la Humanidad– redimiendo con su propia muerte –su espíritu vuelve a ascender al cielo en forma de paloma, clara alusión al alma del Salvador del Cristianismo– a esa Humanidad degradada donde las clases pudientes viven en el campo y la mayoría de los hombres habitan en minúsculos apartamentos en la ciudad de Los Ángeles contaminada y superpoblada. Son moradores de distintas razas, culturas y sectas que sobreviven hacinados en el año de gracia de 2019.
Y dejando un poco de lado frases célebres del film por todos conocidas –naves en llamas, Orión, tiempo, lágrimas, lluvia…– y también aclaraciones estrictamente cinematográficas o sociológicas –puesta en escena, armonización de planos y de secuencias e influencia en la estética y en la moda– que ya han sido tratados en publicaciones especializadas, quiero resaltar el tema del amor.
El perseguidor implacable Deckard, hombre triste, solitario y carente de una vida sentimental, logra llenar esa oquedad enamorándose de una replicante especial: ella no sabe que no es humana, ya que tiene implantados recuerdos artificiales de una vida familiar ilusoria que la han hecho vivir una completa quimera.
Este amor actúa en el espectador como contraste con la misión del protagonista. Ama a un ser diferente, se acuesta con un androide –¿una máquina; o quizás una auténtica mujer?– de la misma clase que los que debe destruir.
Vida y muerte se aúnan.
Pero… ¿Quién vive y a quién se puede amar en un mundo desesperado?
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