Guantes de piel, bufanda de lana, gorra de paño y buena prenda que el prefiere llamar pelliza. Bien abrigado y a la solana, en el paseo. A pesar de la ola de frío que congela media Europa, Antonio se hace el fuerte y aguanta las punzadas del aire polar que se clavan en los huesos. “Para frío, frío; el del año de la nieve, esto de ahora es normal, estamos en invierno”, recuerda, casi con nostalgia, Antonio, jubilado que mata las horas matutinas entre paseos y memorias. No le falta razón al riosecano. El año de la nieve, como así se recuerda, registró aquel frío mes de febrero de 1956, dicen que la ola siberiana más cruda de todo el siglo XX y que dejó en Rioseco una gran nevada, con espesores de hasta tres metros, en algunas zonas donde el viento arremolinaba la nieve.
Desde el día 2 de febrero las temperaturas se desplomaron durante veinte días y sus correspondientes noches. “Es el invierno más duro que recuerdo”, dice Antonio. Las crónicas meteorológicas de la época hablan del 11 de febrero como el día de más frío con temperaturas máximas que no superaron los cero grados centígrados. Curiosamente hasta el momento el invierno no había sido especialmente duro, con un diciembre templado, pero febrero trajo consigo 20 días consecutivos de fuertes heladas.
Y el 23F -fecha que años después también dejaría congelados los ánimos de millones de españoles- cuando parecía que la ola por fin remitía, en Rioseco sucedió algo imprevisto, excepcional y que será recordado por mucho tiempo: la gran nevada. Francisco, otro jubilado de buena memoria, relata lo sucedido. “La temperatura templó y con ella vino la nieve. Caían copos gordos, muy gordos, y casi se tiró un día entero sin dejar de nevar. Fue increíble, más de un metro de nieve, seguro que cayó. Y el aire y la ventisca hizo que en muchas zonas como en el corro de Santa María en la calle Mayor o se alcanzaran espesores de tres metros. La nieve llegaba hasta los balcones”.
El manto blanco tardó en desaparecer y aún más sus consecuencias. “Una señora que iba a Palazuelo andando murió por aquella nevada. Al día siguiente se vivieron escenas dantescas en el camposanto de la ciudad. Enterraban a un vecino muerto el día 23. Por aquel entonces los féretros se llevaban a hombros en unas andas; ese día se tuvo que amarrar el féretro con cuerdas porque en la subida hubo muchos resbalones. Con mucha dificultad se pudo llegar al cementerio y dar sepultura al fallecido”, recuerda Francisco, quien enseña un ejemplar del periódico mensual que se elaboraba en el colegio San Buenaventura, en el que se recogen algunos datos de esta monumental nevada.
Luego, y cíclicamente, llegaron otras olas glaciares, como la de 1971, o la de 1983 y más recientemente la de 2001, pero en Rioseco siempre se recordará aquel lejano 1956, como el “año de la nieve”.
Los vecinos de Berrueces rescataron de 160 personas «de las garras de la muerte»
La nevada en Berrueces, a escasos kilómetros de Rioseco, fue también espectacular. Pero aquí los vecinos de esta localidad vecina tuvieron que jugarse la vida y rescatar a muchos viajeros atrapados en autobuses y vehículos en la carretera Nacional 601 y llevárselos a sus casas. Esta meritoria actuación les valió el ingreso en la Orden Civil de Beneficencia. Esta es la crónica que se hace en la revista escolar San Buenaventura del infierno vivido aquella noche del 23 de febrero:
“La noche ha cubierto Berrueces con su negro manto. Los cielos han dejado caer el suyo suavemente. Este es blanco. Ni una estrella en las alturas, ni una luz en las calles. El pánico no puede ser mayor, y sin embargo, siguen cayendo gruesos copos blancos…, un metro… dos… no se puede medir.
Las campanas tocan “a arrebato”. La cellisca lo dominaba todo. Ni el sonido de las campanas se oye. Don Manuel el párroco, tiene que ir llamando casa por casa. Ni uno se le niega. El ejército está preparado y con las armas en la mano: mantas, palas, algunas botellas de coñac, un pequeño botiquín y dos tanques pesados (dos tractores).
A las ocho y media de la noche sube la primera expedición, que no regresa hasta las tres y media de la madrugada. ¡Siete horas de lucha contra la muerte!. El espectáculo que ofreció el contacto con el autocar más próximo, que ya estaba casi cubierto por la nieve, era desgarrador: niños y mujeres que desesperaban ya de todo auxilio, lloraban sin consuelo, algunos de los miembros medio congelados.
En esta expedición, fueron 40 los arrancados a las garras de la muerte. Al llegar al pueblo, todos los vecinos se disputaban con llevarles a sus casas, Pero no terminó aquí todo. A seis kilómetros del pueblo había otros viajeros sepultados por la nieve y había que salvarlos, aun con peligro de exponer sus propias vidas. Las escenas volvieron a repetirse más angustiosas aún. Los que no pudieron salir rezaban el santo rosario junto al fogón por los que lejos del pueblo daban la batalla. (…)
Berrueces ha dado ejemplo de heroísmo. Orgulloso debe saborear ahora esa gloriosa página que ha escrito en su Historia. Son muchos, más de 160, los que encontraron más que albergue, su propia casa en Berrueces. ¿Con qué cariño les trataron? Las emocionantes escenas en las despedidas, hablan bien claro: no pudiendo contener las lágrimas lloraban como niños… El pueblo de Berrueces se ha merecido el calificativo de héroe abnegado y generoso.” [El 22 de mayo de 1958 el Ministerio de la Gobernación hacía pública su decisión de «condecer el ingreso en la Orden Civil de beneficencia al vecindario de Berrueces representado por su Ayuntamiento con distintivo negro y blanco en categoría de cruz de segunda clase»].