La controvertida ley de la Memoria Histórica se inicia con un párrafo nada polémico: “El espíritu de reconciliación y concordia, y de respeto al pluralismo y a la defensa pacifica de todas las ideas, que guio la Transición, nos permitió dotarnos de una Constitución, de 1978, que tradujo jurídicamente esa voluntad de reencuentro de los españoles, articulando un Estado social y democrático de derecho con clara vocación integradora”.
Todos reconocen hoy, unánimemente, que el gran artífice de esa obra política fue Adolfo Suárez. Pero, en su momento, la sociedad española no fue generosa con él. Quien lo dude que acuda a las hemerotecas y a los libros sobre su figura escritos durante su etapa política activa. Todo un paradigma del canibalismo patrio. Después, además, el destino familiar y personal le fue cruel.
Ahora, se va a quemar no poco incienso en su honor. Merecidamente. Sería bueno, también, una revisión rigurosa de su figura. Es el mejor medio de poner a prueba su fecundidad -que depende de cuál fue su verdadera sustancia- para quedar fijado en sus justos términos en la historia de España.
No estaría de más, por lo que a nosotros respecta, que Rioseco le dedicase una calle; en este callejero donde sobran nombres y faltan otros. Desde hoy, el de Adolfo Suárez.