En la segunda década del siglo XVI, el Almirante D. Fadrique se había retirado a su palacio riosecano donde desarrolla una interesante y activa vida intelectual rodeándose de un nutrido grupo de eruditos, literatos, sabios y pensadores. Uno de ellos era Eugenio Torralba, su médico particular. Conquense, de joven marchó a Roma como protegido de Francesco Soderini, cardenal de Volterra. Estudió medicina y filosofía, mezclando la formación clásica con conocimientos más heterodoxos, como la astrología, aprendiendo el arte de la quiromancia y adentrándose en las ciencias ocultas. Además, su libertad de pensamiento, impregnada de diversas teorías, le hizo adoptar un cierto escepticismo doctrinal rayano en la herejía. En una época en la que las altas jerarquías disfrutaban de todo tipo de lujos y placeres mundanos, logró gran fama al ser capaz de curar el conocido como morbus gaélicus o mal francés, hoy llamado sífilis.
Cuentan que otra de las habilidades del doctor era predecir los sucesos más importantes de la época, con todo lujo de detalles, antes de que llegaran las noticias sobre ellos. Así en la corte de Fernando el Católico, comunicó al Gran Capitán y al cardenal Cisneros, que se recibirían malas nuevas procedentes de África. Al poco tiempo el correo daba cuenta de la muerte en batalla de D. García de Toledo, hijo del duque de Alba. Estando en Roma predijo la muerte de su amigo Pedro Margano e intentó prevenirle, pero no dio con él hasta que al día siguiente se encontró el cadáver. Intuyó la muerte del rey Fernando en 1516 y que se avecinaban guerras civiles. Poco después estalló la revuelta de las Comunidades de Castilla. También predijo el trágico final del cardenal de Sena, ajusticiado en 1517 por orden del Papa León X y vaticinó al cardenal valenciano Francisco Remolinos que sería rey, y lo fue al ser nombrado virrey de Nápoles.
¿Cómo lograba estos prodigios? Al parecer Fray Pedro, un dominico agradecido a las manos curadoras del sabio doctor, le había regalado un espíritu. Zequiel, que así se llamaba, se le aparecía como un joven y elegante muchacho de rubios cabellos, vestido con ropas encarnadas y negras. Le hablaba, le aconsejaba sobre lo que debía hacer, le facilitaba dinero en momentos de penuria y le enseñaba cuanto sabía sobre las propiedades de plantas y animales. Parece que el espíritu había aceptado servir a Torralba comprometiéndose con la fórmula: “yo seré tuyo mientras vivas y te seguiré a donde quiera que vayas”. Hoy esto puede sonar como un sinsentido, pero en el Renacimiento contar con el servicio de un espíritu familiar no era algo demasiado sorprendente. Lo tuvo el propio Sócrates en su tiempo, y personajes como Lutero, Zuinglio y Gerónimo Cardano se jactaron de contar con la ayuda de uno de ellos.
El 6 de mayo de 1527 tuvo lugar en Rioseco la actuación más famosa de Zequiel. El espíritu avisó al médico de que Roma iba a ser atacada por las tropas del Emperador Carlos y el doctor, incrédulo, pidió verlo in situ. Salieron a las afueras de la villa poco antes de medianoche y Zequiel dio al galeno una caña llena de nudos al tiempo que le decía que cerrara los ojos y no tuviera miedo. Torralba sintió que se elevaban y le pareció estar dentro de una nube muy oscura, que pronto se iluminó llegando a pensar que se iban a quemar. El viaje de ida a Roma duró una hora, allí contemplaron el saqueo de la ciudad y la muerte de Carlos de Borbón, y a las pocas horas estaban de vuelta a orillas del Sequillo. En el viaje de retorno, dijo Torralba que estuvieron tan cerca de la Luna que podría haberla tocado extendiendo una mano, y que no quiso mirar a la Tierra para no desvanecerse.
La aventura no tardó en ser divulgada a los cuatro vientos por el doctor cuando nadie tenía aún noticia de lo que acababa de suceder. Tendría que pasar algo más de una semana para que llegaran los primeros mensajeros confirmando hasta el último detalle del conocido como saco de Roma. Entonces, su fama de adivino y nigromante alcanzó las más altas cotas. Pero también las sospechas de brujería –lo más normal en alguien que decía que había volado sobre el palo de una escoba-, y acabó siendo denunciado a la Inquisición por su amigo Diego de Zúñiga, a quien años atrás, en Barcelona, no había desvelado el paradero de un supuesto tesoro. Se le detuvo y torturó; pero mantuvo su inocencia. Manifestaba que Zequiel era un ángel bueno, un espíritu de inteligencia con el alma limpia. Hubo varias testificaciones en su contra y en el proceso se involucró a notables personajes, tanto del clero como de la nobleza. Al final, Torralba fue declarado demente, por lo que sólo se le condenó a llevar un sambenito y a cuatro años de cárcel. Fue indultado al poco por el Inquisidor General D. Alonso Manrique de Lara, quizá al saber que el espíritu Zequiel predijo que sería nombrado cardenal, cosa que ocurrió en febrero de 1531, o quizá por intercesión del Almirante D. Fadrique.
Varias piezas literarias hacen que los personajes de Eugenio Torralba y Zequiel penetren de lleno en la leyenda. Así, figura en el panegírico Carlo famoso (1566), de Luis de Zapata de Chaves, que es quien sitúa en Medina de Rioseco el punto de partida del vuelo; Ramón de Campoamor le dedicó un poema, El licenciado Torralba (1887); Marcelino Menéndez y Pelayo lo cita en su Historia de los Heterodoxos españoles; Julio Caro Baroja en La magia en Castilla en los siglos XVI-XVII y, recientemente, el navarro Eduardo Gil Bera le dedicó una biografía historiada bajo el título Torralba. Pero, sin duda, la cita que ha inmortalizado al médico, cabalista y nigromante es la que hace Cervantes en el capítulo XLI de la segunda parte del Quijote al narrar el episodio del ingenioso hidalgo y el caballo de madera Clavileño: “No hagas tal -respondió don Quijote-, y acuérdate del verdadero cuento del licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos en volandas por el aire, caballero en una caña…”