Boniface de Castellane (que en realidad se llamaba Esprit Victor Élisabeth Boniface de Castellane), participó el 14 de julio de 1808 en la batalla de Rioseco. Entonces apenas tenía veinte años de edad, era subteniente, y estaba a las órdenes del General Mouton, como su ayuda de campo.
En los últimos años de su vida, ya con el empleo de Mariscal de Campo, escribió sus memorias, que fueron publicadas por primera vez en 1895. En ellas dedicó un amplio capítulo a la Batalla del Moclín y a la actuación bárbara de las tropas francesas en los dos días de estancia en Medina de Rioseco. De dicho relato traemos hoy una recopilación traducida, claro testimonio de los terribles momentos por los que pasó nuestra ciudad, aquel mes de julio de 1808.
Del “Journal du Maréchal de Castellane, 1804-1862”. Tomo 1. Capítulo Primero.
“[…] Llegados a la ciudad, vimos en un balcón hombres y mujeres que nos miraban [con toda posibilidad estos hechos ocurrieron cerca del Arco de Ajújar, por donde entró el grueso de las tropas]; les pedimos de beber. Estábamos en la plaza sobre las tres de la tarde. Un capitán de granaderos del regimiento no 15 de línea, llegó al mismo tiempo con su compañía por otra calle, me trajo cerezas que sentaron muy bien: no había comido desde la vigilia. Designé el alojamiento de mi General en una de las casas de mejor apariencia. No querían abrir y los zapadores del regimiento no 45 rompieron las puertas e instalé allí una guardia, que preservó a sus moradores del saqueo.
La ciudad se había entregado al pillaje, se escuchaban desde todos los lados el ruido de los disparos haciendo saltar las cerraduras. Una madre, con su hijo en los brazos, iba a abrir su puerta y fue muerta por la bala de un fusil apoyado por un soldado contra el agujero de la cerradura, manera fácil y rápida empleada habitualmente para forzar en las ciudades tomadas al asalto. En un convento [seguramente se trate del convento de San Francisco], a la entrada de Medina, dos mujeres armadas con carabinas fueron muertas mientras disparaban a nuestras tropas. No se veía más que caballos y hombres muertos o moribundos.
Un capitán me propuso comer algo en la casa reservada para el General de Brigada Reynaud; el morador vino a abrirnos y fue abordado por un soldado de diecinueve años que se puso a registrarle; me enfrenté a él. Este joven recluta me respondió tan tranquilamente: “estaba mirando si llevaba reloj”.
Yendo a anunciar al General Mouton que controlábamos la ciudad, y seguido solamente de un mariscal de alojamiento de los carabineros, me encontré un cazador del regimiento Navarra; me paré a cuatro pasos de él, gritándole que dejara sus armas. Por toda respuesta, elevó su arma y me apuntó; el mariscal de alojamiento se dio cuenta afortunadamente de este movimiento y le atravesó el cuerpo con su sable.
Decidimos quedarnos el 15 de julio en Medina de Rioseco. Fue un error de nuestro General en Jefe; debimos perseguir a los españoles, espada en mano. En la guerra todo depende de imponerse al enemigo, y en el momento en que consigues ese punto, no dejarle recobrar el valor.
[…] El general Lasalle se había llevado con él a su mujer y a su hijita. Madame Lasalle estuvo en una posición espantosa durante la batalla; la llevó luego a la ciudad, donde la dejó con el Coronel Piéton muerto, dos jefes de escuadrón del mismo cuerpo gravemente heridos. Ella les había visto partir al lado de su marido para ir contra el enemigo. Llevar a la esposa a la guerra está realmente mal. Las calles estaban llenas de cadáveres, no se podía, durante la noche, dar un paso sin caer sobre los caballos o sobre los hombres muertos.
Cinco coraceros puestos para proteger el alojamiento del Jefe del Estado Mayor Forestier, no respetaron a la anfitriona. Una mujer nos contó que ella había tenido que quejarse de cuarenta soldados; estaban cargados de botín. El saqueo de una ciudad es una cosa horrible.
Dejamos, el 16 de julio a las tres de la mañana, Medina de Rioseco; a las seis estábamos en Villabrágima. Nuestro camino estaba jalonado por diferentes objetos robados por nuestros soldados. La mayor parte les eran inútiles y ellos, cansados de llevarlos, los tiraron.
A las seis de la tarde, entramos en la carretera de Villafrechós, pueblo pobre; lo dejamos el 17 para irnos a Villalpando.”