Fue una tarde-noche de móviles. De llamadas al Instituto Nacional de Meteorología para recibir información, casi al minuto, de la previsión de la lluvia. “Lloverá en veinte minutos”, “luego cesará”, “más tarde, de nuevo, caerá algo”… Lo cierto es que el agua, que no cesó en toda la tarde, dio una tregua, milagrosa, al filo de las diez de la noche. Fue entonces cuando los cofrades de la nueva hermandad del Santo Cristo de la Clemencia sacaron la imagen titular de la iglesia de San Francisco, bajo los acordes de su banda de cornetas y tambores.
Fue una salida espectacular, especialmente cuando el excepcional crucificado de Pedro de Bolduque (finales del siglo XVI) quedó enmarcado en el arco de medio punto de la reja exterior del atrio de San Francisco. Una estampa histórica que ya quedará en el recuerdo y que no volverá a repetirse, pues este paso tiene su salida oficial de la iglesia de Santiago, ahora acondicionada para Las Edades del Hombre.
Cuando aún la procesión no se había formado, las primeras gotas de lluvia sorprendieron a la imagen, restaurada hace dos años, en plena calle Mayor, a la altura del Bar Sequillo. Los doce cofrades que portaban el paso lo introdujeron, en una complicada maniobra, en los soportales, donde cubrieron la imagen, no sin cierto esfuerzo, con unos plásticos. La estampa lo dice todo.
La lluvia cesó y cuando todo parecía indicar que la procesión regresaba al templo de donde partió; el Cristo, sobre los hombros firmes de los cofrades de La Clemencia, avanzó calle arriba, hasta llegar al corro de San Miguel, para entrar por esa puerta a la iglesia de Santa María.
Los fieles finalizaron el sobresaltado rosario que empezaron en las calles e incluso se cantó la Salve. El párroco anunció la finalización de la procesión, cuando la lluvia más arreciaba. Sólo se había cumplido la mitad del desfile pero, al menos, la preciosa y serena imagen del Crucificado había salido a las calles. Cuando la mayoría de las personas habían abandonado el templo, camino de sus casas, el agua concedió otra tregua. Entonces los propios cofrades decidieron que había que continuar la procesión o, al menos, trasladar al Cristo hasta la iglesia de donde había partido hora y media antes.
Casi a la carrera y ante la expectación de nuevo público que se había incorporado; para júbilo de unos y cabreo de otros, el Cristo avanzaba, ahora, Calle Mayor abajo para llegar al atrio de San Francisco. Otra vez la lluvia, pero en este caso el Cristo penetraba en el museo y el cadena ordenaba el oído a rezar. Los abrazos y las felicitaciones se sucedían entre los cofrades que, sudorosos y cansados, sonreían por el deber cumplido. Mientras, los unos y los otros avivaban la polémica de si la procesión debía o no haberse suspendido desde su inicio.