Corría el año 1936 cuando en una conferencia internacional realizada en Londres se recomendaba que el LA que se encuentra a la derecha del DO central del piano se afinara a 440 Hz. La costumbre fue haciendo lo demás para que los músicos profesionales y amateurs se adecuaran a esta tipicidad con carácter globalizador.
Creo que no es casualidad que el cuentakilómetros de mi bicicleta marcara 440 kilómetros a nuestra llegada a la Plaza del Obradoiro en Santiago de Compostela desde Medina de Rioseco, desde nuestra Iglesia “catedralicia” de Santiago de los Caballeros.
Y no lo es porque se puede percibir la necesidad de que uno se hace peregrino en muchos casos para armonizar parte de sí mismo, para romper por un tiempo con los quehaceres diarios y como decía aquél con el mundanal ruido, si es caso. Porque el Camino tiene un componente de afinación del YO interior. A esta afirmación se llega después de compartir momentos con muchos de ellos. “Es mi sexto Camino y lo hago porque necesito relajarme, estar solo, resetear, olvidarme de los problemas cotidianos y volver a casa valorando mucho más todo lo que tengo”, nos decía Arlindo, un brasileño de mediana edad propietario de un importante negocio de textil en Santa Catalina. “Me gusta andar sentarme en cualquier sitio y comer una pieza de fruta y valorar las cosas sencillas de la vida” apuntaba el peregrino.
Un Camino en el que no faltan las promesas, las peticiones al Apóstol o el recuerdo y el ofrecimiento de la gesta a personas que ya no se encuentran entre nosotros. Y qué decir de la solidaridad, siempre presente. No en vano ¡Buen Camino! es la frase más repetida durante la travesía. Independientemente del acento con el que suene, o de las fuerzas, ampollas o lesiones que uno pueda tener, con independencia del medio con el que se transite. La solidaridad alcanza su punto álgido cuando el peregrino desfallece o cuando ha tenido cualquier tipo de percance.
Sahagún, Hospital de Órbigo, Molina Seca, Piedrafita, Sarria, Melide, Monte de Gozo y Santiago de Compostela fueron nuestros altos en un Camino que fue una semana de aventuras en la que ataviados de culotte y maillot cuatro riosecanos pusimos rumbo a Santiago con las alforjas llenas de ilusión por llegar a la capital gallega. Tras varios albergues, cientos de historias particulares, muchas gotas de sudor y alguna que otra pájara –de las del argot ciclista, se entiende-, alguna que otra avería mecánica, descubrimientos gastronómicos –a no perder la sopa de trucha en Hospital- o la generosidad con la que se agasaja al peregrino en el Mesón de Cacabelos conseguimos llegar a Santiago sin avistar lluvia ni un solo día.
Y lo hicimos después de subir pendientes inverosímiles para llegar a la Cruz de Hierro o de pasar por la Cruz del Perdón en Villafranca del Bierzo. De refrescarnos en las maravillosas piscinas naturales de Molina Seca, de conocer el refugio templario de Manjarín, o al Elvis del Camino en Reliegos, De tapear en el Húmedo de León o de conocer el Castillo de los Templarios en Ponferrada. De perdernos entre la belleza de Astorga, de aprender nociones básicas de lengua italiana, de disfrutar del monte y del campo en estado puro, de la multiculturalidad y de la intergeneracionalidad, de mejorar nuestras habilidades mecánicas, de redescubrir nuestra faceta más deportista al subir las “paredes” del O Cebreiro y de disfrutar de un pueblo con encanto pétreo o de conocer las pallozas…
Y sobre todo siempre después de caminar, caminar y caminar…. Porque el Camino es la meta. Porque los 440 kilómetros, son una bonita forma de hacer un break, disfrutando del Camino. Porque es una bonita manera de afinar y volver a la rutina con ilusiones renovadas y con las alforjas llenas de bonitas experiencias difíciles de olvidar.